miércoles, 6 de mayo de 2015

25. LAS HUMANIDADES COMO CHALECO ANTIBALAS

La cultura nos protege de tantas cosas que la lista sería interminable… ¿Y qué son las humanidades sino la base de la cultura? Desde que en la Italia del s.XIV el Humanismo situó al hombre como medida de todas las cosas, han llovido chuzos de punta, cierto, pero también un montón de obras literarias y artísticas que ofrecen interesantes reflexiones y aproximaciones a esta aventura individual y colectiva que es la vida. Ahora que el mundo avanza a velocidad de vértigo, nos encontramos sin embargo con que ese tan necesario abrevadero en el que buscamos consuelo, estímulo y saber está amenazado de derrumbe.

Sobre el futuro de las humanidades en el siglo XXI tuve oportunidad de hablar hace algunos días en el Ateneo Barcelonés con el latinista Joan Carbonell y el científico Ricard Solé en un debate organizado por l’Associació d’Amics de la UAB (Universidad Autónoma de Barcelona) y moderado por el periodista Lluís Reales que, a decir verdad, congregó a un montón de público. ¿Interesan pues las humanidades o estábamos allí todos los que nos pirramos por ellas y fuera de esas paredes no hay nada más que un seco erial? El profesor Carbonell recordó que en los planes de estudio las humanidades siguen permaneciendo casi incólumes, pero que falta aprender a comunicarlas tal como los nuevos tiempos merecen, es decir, con mayor proactividad y capacidad de seducción. Mientras el físico y biólogo Solé hizo hincapié en la tercera cultura, término acuñado por John Bockman en aras a matrimoniar de una vez por todas cultura científica y humanística, que ya tocaba. Y es que la ciencia, esa gran desconocida para los que bebemos casi exclusivamente de las letras, tiene mucho que decir más allá de sus muchos avances “prácticos”.

Se me hace difícil imaginar un mundo sin humanidades, del mismo modo que se me haría difícil imaginarlo sin árboles que nos proporcionen oxígeno o una grata sombra en la que cobijarnos los punzantes mediodías de verano. En realidad, no quiero ni por un momento imaginarme siquiera una espera de aeropuerto sin nada que leer, como tampoco quiero ciudades sin cines o teatros, conciertos o exposiciones en las que alimentar ojos y oídos. Y no tan sólo porque mi pequeña vida sería inmensamente aburrida, tirando a soporífera, sino porque la ausencia de las humanidades, o su arrumbamiento al rincón de los trastos viejos, llevaría inmediatamente a aniquilar el motor de la reflexión y la creación de masa crítica, de la que no vamos precisamente sobrados.

Martha Nussbaum subtitula “Por qué la democracia necesita las humanidades” su célebre Sin ánimo de lucro, al igual que Jordi Llovet subtitula “El eclipse de las humanidades” su Adiós a la universidad. Ambos son libros que trasladan la idea global de que un mundo sin discusión intelectual está condenado a la barbarie, de ahí que sea absolutamente necesario seguir cultivando disciplinas destinadas a alimentar una buena ciudadanía democrática. En su ensayo Nussbaum recuerda a Tagore, que en la India intentó contagiar la concepción de una educación con el arte como ingrediente principal, y quien afirmó que la historia ha llegado a un punto en que el hombre moral, completo, se ha visto sustituido por el hombre comercial, limitado, y que eso nos lleva al despeñadero. Como hace ya años que lo formuló en estos términos, a estas alturas debemos ya estar más que despeñados.

Que olvidemos a Sócrates es un peligro para la democracia, como también lo es no entender que hoy en día hay que explicar a Sócrates de modo distinto a como se hacía décadas atrás. Como decía Italo Calvino, un clásico es un libro que nunca acaba de decir lo que tiene que decir, pero hay que saber leerlo cada vez con las gafas del tiempo que nos ha tocado vivir. Así, si la educación humanista nos proporciona cosas tan imprescindibles como una visión global del mundo, de quiénes somos y de dónde venimos, amén de enseñarnos a expresarnos bien y a razonar bien, muy tontos seríamos si acabáramos con la gallina de los huevos del raciocinio, la única capaz de permitirnos convertir el mundo en un lugar más habitable.

Las humanidades como un instrumento transformador de valores, como chaleco antibalas ante las amenazas de la vida y como lenguaje universal, acaso el único capaz de traspasar fronteras y salvar diferencias. Así lo resumió Enrique Vila-Matas en el artículo “Leer para no envejecer” llevándolo a su terreno, el literario, que es también el mío: “En un suburbio llamado España, la mitad de la población no lee un solo libro al año. ¿Será porque la lectura es un instrumento de respeto hacia los otros? No me cansaré de repetirlo: leyendo a los demás, poco margen veo para estallidos bélicos y otras zarandajas y mucho margen en cambio para la capacidad de un hombre para respetar los derechos de otro hombre. Nada menos agresivo que una persona que baja la vista para leer un libro que tiene en sus manos. Habría que partir a la búsqueda de ese ‘recogimiento’ universal”.

miércoles, 1 de abril de 2015

24. CASO MACBA: ¿EPPUR SI MOUVE?

Eppur si muove”, podríamos decir ante la polémica suscitada estos días en el MACBA, museo público de la ciudad de Barcelona donde se supone que se agita el arte contemporáneo más que en ningún otro lugar en Cataluña. Pero lo que se mueve no son la Tierra y los planetas alrededor del Sol, como demuestra la teoría heliocéntrica defendida en su día por Galileo frente al tribunal de la Santa Inquisición (donde se pronunciaron dichas palabras), sino la esfera cultural, que por lo demás hacía tiempo que parecía anestesiada. ¡La cultura está viva, aleluya!

Por ello, aunque la causa de tal movimiento sea que unos aguerridos comisarios artísticos hayan visto cercenada su libertad de elección (y el resultado del sainete que dichos comisarios hayan acabado defenestrados, y el director causante de la polémica también), tal vez esta no sea tan mala noticia como la pintan. Sería deseable que a este pinchazo a la línea de flotación de las instituciones culturales públicas sepamos sacarle partido y no sirva para hundir aún más nuestra moral, que ya anda bastante de capa caída con la crisis, el IVA y la poca estima que algunos gobernantes parecen tenerle a la cultura en general.

Que una escultura poco amable, o directamente de muy mal gusto, de la artista austriaca Ines Doujak y el británico John Barker, crítica con el concepto de soberanía política, haya llevado a Bartomeu Marí, director del MACBA, a desautorizar a los comisarios hasta el punto de querer retirarla de una muestra a punto de ser inaugurada, aunque luego accediera a incluirla, puede leerse de dos maneras: como un mero ejercicio de censura (ya de por sí grave) o como un ejemplo, con luz y taquígrafos, de los muchos casos de censura y autocensura que se dan a la sombra de nuestro tejido cultural. Me inclino por lo segundo, a riesgo de pecar de pesimista.

Hace demasiado tiempo, o quizás desde siempre, que nuestro mundillo cultural se rige por leyes de sometimiento y acatamiento que lo mantienen atado de pies y manos a poderes fácticos espurios; me refiero tanto al reparto de las ayudas públicas como al mecenazgo y a los demás mecanismos de desempoderamiento con que debe lidiar (fundaciones, consorcios y patronatos, que raramente saben mantener la debida distancia y limitarse a servir de colchón).

Órganos públicos y privados que no sueltan las bridas, que no entienden que su función no es dirigir sino garantizar que la cultura se ejerza en plena libertad, persiguiendo la excelencia y no la apuesta servil. Es bien cierto, como decía, que la escultura de la discordia, dedicada a constatar la asimetría entre Europa y América Latina, no destaca precisamente por su elegancia, aunque no fuera tampoco muy glamuroso que digamos el urinario de Duchamp, hoy un clásico. La belleza no forma parte del canon del arte moderno, y no por ello deja este de cumplir su función, que es agitar.

Dicho lo cual, a esta pieza le ha sucedido lo mismo que al citado urinario (bautizado por el artista como “La fuente”), que allá por el año 1917 fuera rechazado por la Sociedad de Artistas Independientes. Claro que le ha sucedido ¡un siglo después!, cuando se supone que somos todos ya algo más sabios en materia cultural, empezando por los poderes públicos. Era de esperar que los comisarios de “La bestia y el soberano” (tanto los españoles Valentí Roma y Paul B. Preciado, como los dos profesionales del WKV de Stuttgart) se pusieran farrucos, y también que el sector artístico barcelonés se rasgara las vestiduras. Y ello no podía llevar más que a la difusión máxima (redes sociales incluidas) y, al cabo, a que el director rectificara su decisión, dándose “aparentemente” por vencido. Ese final en forma de ajuste de cuentas, sin embargo, me temo que deja mucho que desear.

Me atrevo a decir que no, que no es así como se deben dirimir en cultura las diferencias, y menos en un ámbito como el del arte contemporáneo en el que supone que debe de primar la potenciación del espíritu crítico. Si un museo contrata a comisarios que de todos es sabido que se oponen al sistema del arte imperante y que son capaces de dinamitar un museo desde dentro, ya sabe a qué atenerse. Hablamos de quienes han programado a Carol Rama y a Osvaldo Lamborghini (bastante prescindible la muestra de este y magnífica exposición la de aquella), no de los artífices de una exposición de Velázquez. Y para colmo, aún hoy, las autoridades insisten en que no entrará profesional del sector en el Consorcio del MACBA: ¡craso error!

Si fuéramos listos (que está visto que no lo somos), la polémica de dichosa la escultura sería una excusa perfecta para revisar la actual ausencia de separación de poderes en el mundo del arte y de la cultura en general (calco exacto de la existente entre los poderes político y financiero, gran mal actual). En mi ingenuidad imaginaba un mejor final para la discusión: quizás un multitudinario debate en el Auditorio del MACBA, o mejor aún en la misma plaza, con participación del público incluida, en la que se argumentaran punto por punto las dos posturas: estatua sí o estatua no. Algo así como las batallas dialécticas del siglo XVIII, no en vano llamado el Siglo de las Luces. E insisto, colocar la estatua de marras en el centro hubiera sido un acierto.

La ciudad de Barcelona merece torneos dialécticos como ese, en los que sí se planteen de verdad las cuestiones que afectan al mundo del arte, un universo en perpetua transformación donde las reglas no existen porque en reinventarlas día a día consiste precisamente su tarea. Y mejor imposible tratándose esta vez de una exposición que cuestiona precisamente eso, el poder y la soberanía; de una exposición en la que la bestia es el sur, la diferencia, la feminidad o cualquiera de sus variantes, y el soberano el norte, el dominio y la masculinidad.

Y al hilo de estos conceptos ancestralmente enfrentados, valdría la pena aprovechar este momento de reflexión común (aunque sea reflexión silenciosa) para comenzar a revertir otros yerros mayúsculos, como la perpetuación en el arte del modelo androcéntrico, con una participación de la mirada femenina altamente residual. Les emplazo a otro debate interesante en la plaza del MACBA. Podríamos situar en el centro una caja vacía, pues vacíos de obras de mujer están casi los museos públicos, incluido el MACBA.  

domingo, 1 de marzo de 2015

23. EL MALDITO MES DE LA MUJER

Se dice que las mujeres tienen/tenemos el mes cuando tienen/tenemos la menstruación, pero no es esa clase de mes el que nos ocupa en estas líneas, sino el llamado mes de la mujer, el mes de marzo, aquel en el que se celebra el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, que para quienes no lo sepan -que me temo que son aún muchos- es el 8 de marzo.

¿Y por qué un Día de la Mujer y, por extensión, un mes de la mujer? Pues porque es necesario, así de claro. Porque los agravios contra las mujeres han sido tantos que qué menos que regalarles/regalarnos un día en que ellas/nosotras sean/seamos las protagonistas. ¿Acaso no existe el Día de los Enamorados o el Día Mundial de la Naturaleza? ¿Incluso el Día Mundial de la Poesía, el Día Internacional de Jazz o el Día Mundial del Libro, que es por supuesto el 23 de abril? Hasta existe un Día Mundial sin Tabaco o un Día Mundial de los Océanos. ¿Para cuándo un Día Mundial de las Cosas sin Importancia o de las Caricias aún por Recibir?

Que sea necesario, que venga a paliar tantos infelices desencuentros, no quita que la existencia de esta celebración levante polémica y más últimamente, cuando el feminismo pugna por trocar su faz por otra mucho más acorde con los tiempos, que le sacuda de encima definitivamente la mala prensa y lo encauce hacia su objetivo último, obtener de una vez por todas la tan ansiada igualdad, que parece que se resiste con uñas y dientes a hacer acto de presencia.

¿Ha quedado obsoleto el 8 de marzo, se trata acaso de una efeméride discriminatoria? Y de ser así, ¿seguir celebrándolo resulta contraproducente? No aspiro a poseer la respuesta, sino tan sólo a plantear la pregunta. Y es que en esta discusión está en juego el concepto de discriminación positiva, que nadie duda que podría haberse bautizado con una palabreja alejada de esa temible carga negativa. Pero las palabras no las carga el azar, ni siquiera la etimología, sino nosotros mismos; y en nuestras manos está hacer que en la expresión "discriminación positiva" pese más el adjetivo que el sustantivo.

Por ahora, antes de que alguien borre del mapa dicha efeméride, las chicas que pasamos media infancia y media adolescencia en un colegio de monjas, arrumbamos el mes de María -del que confieso tener un muy nebuloso recuerdo- y nos aferramos a este marzo reivindicativo y festivo, en el que se rinde homenaje no ya a una mujer concreta, real o ficticia, sino a todas y cada una de las mujeres que habitan el planeta: altas y bajas, gordas y flacas, rubias y morenas, negras y blancas, simpáticas o antipáticas, tacañas o generosas, vagas o trabajadoras, confiadas o recelosas, fieles o adúlteras...

No queriendo sumarle al diccionario más lastres de los que ya posee de motu proprio, yo personalmente prefiero pensar que tras tantos bofetones al talento de las mujeres, a su valía y a su autoestima, tras tantas injusticias, al menos se nos celebra un día al año, un mes al año. Quisiera pensar pues que no celebramos a las mujeres el Día de la Mujer, el Mes de la mujer, para olvidarlas los once restantes meses del año; y que, por el contrario, esa celebración tiene una doble función terapéutica, por un lado curar las heridas colectivas de las mujeres (que lo merecen/lo merecemos) y, por otro, recordarle al resto de la humanidad, a ese otro 50%, que ninguna clase de discriminación, por muy arraigada históricamente que esté, merece más que el oprobio.

Debo confesar, sin embargo, que cuando el pesimismo se apodera de mí y afloran desafiantes los datos de la desigualdad, propinándome una sonora bofetada, me da por pensar que quizás el Día de la Mujer y, por extensión, el Mes de la Mujer, son una pésima idea que tuvo un buen día alguien que en su fuero interno sólo ansiaba que las cosas siguieran igual; quiero decir igual de mal.

sábado, 21 de febrero de 2015

22. LENGUAS ENCADENADAS

A raíz de los espantosos atentados parisinos, que han puesto de nuevo en jaque la libertad de expresión cuando ya pensábamos que la fatwa contra Salman Rushdie era historia, parece ser que la editorial Gallimard ha vendido un montón de ejemplares del Tratado de la tolerancia del iluminado Voltaire y que anda reeditándolo a toda prisa para que nadie se quede sin él. Harán bien los parisinos o no tan parisinos en leer a Voltaire, aunque quienes debieran leerlo es seguro que nunca lo harán.

Defensor de la libertad de prensa, Voltaire escribe en dicho libro que la tolerancia no ha provocado nunca ninguna guerra; y a él se atribuye también la célebre cita “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, frase cumbre de la libertad de expresión y del respeto por las opiniones de los demás. En realidad esa frase no la escribió el francés sino una mujer, Evelyn Beatrice Hall, escritora británica que, a imagen y semejanza de George Sand y algunas otras, se parapetó tras el pseudónimo masculino Stephen G. Tallentyre y que deslizó esas palabras en la biografía de Voltaire que publicó en 1906. ¡Bien por Evelyn!

Pero visto lo visto, por mucho que leamos a Voltaire o condenemos la larga lista de atentados contra la libertad de expresión que cada año elabora Amnistía Internacional y que violan descaradamente el Artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (“Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión”), estos nuestros no parecen buenos tiempos para opinar: se abate a tiros a unos dibujantes por haberse reído de las barbas de Mahoma y hay dictaduras que insisten en fustigar con mil latigazos al creador de un foro de debate en Internet, léase Raif Badawi, cuya familia espera refugiada en Canadá a que las autoridades saudíes se dignen sacarlo de prisión, aunque haya sido condenado a diez años de cárcel y a pesar de que el viceministro saudí de exteriores asistiera a la magna manifestación de París del 11 de enero enarbolando la bandera de “Je suis Charlie”.

Lamentable no hay que irse hasta Arabia Saudí, y ni siquiera a París, para hallar casos en los que está claro que se quiere cercenar la libertad de opinión y de expresión. En noviembre de 2013 se fundió en negro la Radiotelevisión Valenciana (RTVV), que al parecer era Jauja para los gobernantes del PP, quienes la consideraron su casa y no la de los valencianos y valencianas; Telemadrid es una sucursal de Intereconomía por intercesión de Ana Botella y sus cuates; y la sombra de la falta de pluralidad, a decir de algunos, se cierne hoy sobre TV3 y Catalunya Ràdio, empeñadas ambas en pasarse un alto porcentaje del tiempo hablando del “procés” independentista y desatendiendo así otros asuntos.

La palma en lo que a sombras de sospecha se refiere se la lleva, sin embargo, RTVE por lo que tiene de radio-televisión nacional, razón por la que se le tendría que exigir la máxima ejemplaridad. Mientras el actual gobierno celebra ruedas de prensa por plasma y sin preguntas (aunque el temor al ascenso de Podemos les obliga a mostrar una creciente cordialidad), el ente es acusado de enchufismo, partidismo y espíritu de venganza. Sin que las críticas hagan mella en él, cría fama de nada imparcial mientras, al parecer, juega a promocionar a quienes obedecen y a castigar a los renuentes; de ahí que el mismísimo Instituto Internacional de la Prensa lo instara en su día a aplicar criterios profesionales a la hora de elegir cargos de responsabilidad y a no priorizar afiliaciones políticas (¡qué feo!) para minimizar así el control del gobierno sobre los contenidos.

Un hecho muy reciente insta aún más si cabe a hacer crecer la desconfianza de los ciudadanos respecto a los medios de titularidad pública. Se trata del despido fulminante, a decir de todos disciplinario, de Cristina Puig, periodista de profesionalidad probada que hasta la fecha había presentado con gran tino en La 1 (emisión catalana) tanto el programa de entrevistas “Gent de paraula” como “El Debat de la 1”. Cuenta la susodicha que se había quejado repetidamente a la dirección de falta de pluralidad y que eso no gustó. Caso de deberse a la causa que alega la aludida y no a otras razones, viene su despido a sumarse a otros gestos muy feos que una radio-televisión pública no se puede permitir el lujo de hacer.

Que un medio de comunicación público debiera ser a estas alturas el más respetuoso con las opiniones variadas es algo que nadie debiera discutir. Y por ello vale la pena luchar a brazo partido, en la línea de Voltaire y de su afilada biógrafa, diciendo #Jesuischarie y lo que haga falta. Por no mencionar que en un país aún tan poco paritario, no nos podemos permitir el lujo de dejar rodar cabezas de mujer cuando están haciendo su trabajo como lo tienen que hacer, con criterio y espíritu crítico, que es lo que se le pide a cualquier profesional del periodismo, sea hombre o mujer.

sábado, 3 de enero de 2015

21. DEJAR ALGO PENDIENTE

Este 2015, que pinta aún con los colores de la precariedad para muchos y, en general, con un horizonte poco luminoso para todos, lo empezará mejor quien haya sabido dejar algo pendiente. Lo empezará con más ilusión, con la agenda menos vacía y con los deseos a flor de piel. De año en año, dejar algo pendiente consiste en saber guardar para mañana lo que podrías hacer hoy, pero que en un ataque de previsión preferimos postergar para un momento mejor, quizás esperando poder sacarle todo su jugo.

Bien es cierto que es probable que tan sólo los perfeccionistas conozcamos el placer de dejar algo pendiente con la consciencia plena de hacerlo, mientras que en los demás se trate tan sólo de desidia o vaguería. El apático, el caótico o el perezoso jamás podrán experimentar ese placer intangible. Para ellos dejar las cosas a medias es lo normal, el pan de cada día. Nosotros no, los perfeccionistas somos de otra raza: no nos levantamos del sofá hasta haber llegado al final del capítulo que estamos leyendo, no cerramos el armario hasta haber doblado el último calcetín y, por supuesto, jamás salimos de casa dejando una lavadora por tender o una planta por regar.

Y es por ello que cuando decidimos dejar algo pendiente, lo hacemos sabiendo qué nos traemos entre manos, pues en nuestros planes no cabe el azar. O mejor dicho, el azar es un accidente en cuyas redes hacemos lo posible por no caer, sobre todo viendo lo mal que les sienta a los demás caer en él de bruces. Pobres aquellos que se quedan sin mesa en el restaurante por no haber reservado o se van de excursión a la playa en pleno tormentón: ¡con lo poco que cuesta mirar el día antes la previsión del tiempo!

Dejar algo pendiente es también un arte que hay que ir refinando. ¿De qué sirve acumular decenas de planes apetitosos para un futuro lejano, sabedores de que no los cumpliremos jamás? Los planes pendientes hay que acariciarlos con la debida periodicidad, sin dejar que enmohezcan a la sombra de los lugares comunes. Tampoco suena bien ir repitiendo a diestro y siniestro las ganas que tenemos de ir a Cuba y seguir visitando cada año, con puntualidad estival, las playas de Fuerteventura. Los deseos y los sueños, como las personas, hay que cuidarlos bien para que no caigan en la tentación de solazarse en otros brazos.

Si un rincón del mundo te gusta con fruición, ¡qué placer dejar siempre allí un motivo para volver, aunque sea un callejón aún ignoto o un pequeño sendero sin hollar! En un restaurante que te pirra, deja algún plato por probar. En uno de tus museos predilectos, pasa velozmente por una de las salas, como en un amago de saltártela, y prométete a ti misma volver. Incluso entre las obras de alguno de tus autores o autoras preferidos, vale la pena dejar algún libro menor por leer; no deja de ser un modo de mantener el suspense, de alargar ese inmenso placer que es leerlo. Es como esa conversación que podría prolongarse hasta el alba porque se te antoja deliciosa, pero que interrumpes a las dos de la madrugada para que el buen sabor de boca permanezca y te queden ganas de repetir charla en tan grata compañía.

Tengo pendientes viajes, cenas románticas, amaneceres de postal, planes curiosos por lo inusuales e incluso una visita a un amigo lejano que vive en una ciudad que añoro: pequeños o grandes instantes de felicidad que no he querido aún gastar, en la certeza de que merecen ser compartidos por alguien que valga la pena y no ser vividos con quien no los sabrá apreciar.

En cuanto al cuerpo que amamos, es evidente que no hace falta dejar en él ningún rincón por explorar, porque ese cuerpo amado es cada día un cuerpo nuevo a los ojos y en las manos de quien lo venera. Como si se tratara de un altar pagano ante el que rezar las más profanas oraciones, que a cada plegaria hace germinar en tu interior una luz nueva, así el cuerpo amado es hallazgo y revelación por mucho que conozcamos todos y cada uno de sus recovecos, todas y cada una de sus explosiones de placer. En su piel advertimos siempre matices distintos, que alientan el germen del deseo y lo renuevan.

Dejar algo pendiente: cuadernos por estrenar, vinos por comprar, bromas por hacer… Dejar que las realidades tangibles y los sueños cumplidos no agoten el caudal de nuestros anhelos, sino alimentarlo para que sea insaciable y no perezca jamás en la tela de araña de la monotonía. Tener reservas de sueños por si un año flaquea la capacidad de soñar, se adormecen las ilusiones o aprieta el día a día. De ahí que, en la certeza de que vale la pena gestionar esa parte tan inmaterial de nuestras vidas, os invito a dejar algo pendiente también en este año nuevo que comienza.

martes, 23 de diciembre de 2014

20. PORQUÉ FUI A VOTAR EL 9N

Lo confieso, soy uno de esos dos millones doscientos cincuenta mil catalanes y catalanas que fue a votar el 9 de noviembre, aniversario de la caída del muro de Berlín. Acudí a la consulta catalana sobre el deseo o no de independizar Cataluña de España (consulta destinada a sondear la opinión de quienes tuvieran a bien acudir a votar), con la convicción de que mi obligación como ciudadana es participar de cualquier clase de referéndum que me afecte y que no hacerlo era dar razones a quienes piensan que basta con votar cada cuatro años, aunque durante esos cuatro años quienes gobiernan se dediquen a tomarnos el pelo… y de paso parte de la cartera.

En vista de los resultados, es evidente que ese día votaron mayoritariamente los que quieren una Cataluña que no sea mera autonomía sino estado. Amén de los muchos impedimentos puestos por el gobierno central para que la consulta se celebrara, y amén de la insistencia en repetir que la consulta de marras no era “legal”, y que no era siquiera consulta, confieso que aún me sorprende la negativa de los muchos que se supone que no quieren una Cataluña independiente a introducir en una urna su opinión al respecto. 

¿Creen acaso que votar es apoyar la independencia, tan tontos son? Tanto criticar la desafección política, tanto reclamar una democracia participativa y ahora resulta que el 70% de los catalanes, cuando se les pregunta por algo, se quedan en casa dándose un baño de espuma.
Así que me permitiré la licencia aquí, aunque nadie me haya preguntado, de contar porqué yo sí acudí a las urnas, sí quise dar mi opinión. Ahí van las razones por las que 9N sí fui a votar:

-Porque no creo que respetar las leyes del año de la picó sea la obligación de una democracia (y la Constitución empieza a tener ya una edad venerable y serias goteras en su arquitectura).
-Porque creo que las leyes justas son las que escuchan a la gente y no las que hacen oídos sordos. Estas últimas son leyes caducas.
-Porque sí creo en las movilizaciones populares y en la obligación de los dirigentes de escuchar la voz del pueblo, que somos todos.
-Porque si el único camino para impulsar una actualización del marco que nos rige es llevar las cosas al límite, habrá que llevarlas.
-Porque para sacudir las consciencias que no quieren ser sacudidas habrá que hacer ruido.
-Porque a pesar de que no quedó muy claro quien convocó (glups!), fueran quienes fueran los que convocaron son mucho más democráticos que quienes nos gobiernan desde Madrid.
-Porque a pesar de lo confuso de la pregunta (digna de un diálogo de Mortadelo y Filemón), más vale una porquería de pregunta que ninguna.
-Porque ni la ANC ni Omnium Cultural me han incordiado jamás, y en cambio el gobierno de Rajoy ha acabado por hacer mi país irrespirable.
-Porque no pienso caer en la trampa de que el derecho a decidir no es, en estos tiempos de crisis atroz, la preocupación primera de los catalanes y las catalanas.
-Porque nadie me impuso nada, ni me manipuló ni me sedujo con malas artes, y mucho menos me dijo qué tenía que votar (y eso a pesar de unos medios públicos empeñados en convertirnos a todos a la religión del soberanismo).
-Por ver el ambiente, que era festivo hasta la médula y un ejemplo de ausencia de crispación.
-Y, qué caray, porque aspiro a un país donde votar a menudo por las cosas más variadas (escuelas, hospitales, zonas verdes…) sea lo normal.

Por cierto que olvidé deciros que voté NO. No me gustaría que Cataluña se separara de España, y creo firmemente en un nuevo encaje territorial donde quepamos todos y todas, y donde se respeten todas las culturas (no como hasta ahora, sino de verdad). Pero me parece muy bien que otros no piensen como yo. Me asustan las imposiciones, no los afectos y los desafectos. Esos, personalmente, aspiro a poder manejarlos desde la convivencia y el respeto. Tampoco es tan difícil, la verdad.

sábado, 29 de noviembre de 2014

19. ENMIENDA AL TOTALITARISMO CULTURAL

Dejando de lado las muchas desavenencias de orden político y económico que nos asolan, que haríamos bien en resolver antes de que el caos y el siglo XXII se ciernan sobre todos nosotros (¡queridos políticos, apeen sus egos y sus intereses crematísticos en beneficio de todos!), se me antoja que amén de una Transición claramente defectuosa (llena de costuras y heridas aún por restañar, a tenor del poco interés que tienen algunas ideologías en dar puerta definitivamente al pasado), valdría la pena detenerse (aunque fuera para ventilar el ambiente) en el mal encaje cultural que arrastramos, no desde esa Transición coja sino desde mucho antes.

Días atrás Sergio Vila-Sanjuán, en su tribuna del “Cultura/s” de La Vanguardia, invitaba al pluralismo con el espíritu constructivo del que carecen muchos de los articulistas que incitan a la unidad de la patria, al federalismo o a lo que sea que no sea que Cataluña se autogestione (cosa que alegan acarrearía consecuencias nefastas, como la expulsión sine die de Europa –snif- o la estrepitosa bancarrota –otro snif-). En dicho artículo, “Pluralismo cultural español y catalán”, expone el fracaso de la idea de España como nación de naciones, que ha acarreado que  sean muchos los españoles que “no acaban de ver como suyas las culturas en lengua no castellana, contra lo que pretendía ya en el siglo XIX don Marcelino Menéndez y Pelayo”.

En él invita también a tomar medidas que propicien un mejor entendimiento entre idiosincrasias y, sobre todo, entre las diversas lenguas co-oficiales y la lengua oficial por excelencia; a saber, un reparto más justo que el actual (que no es difícil) en los órganos máximos del capital simbólico cultural. Propone por ejemplo que en los paneles informativos del Museo del Prado tengan presencia el catalán, el gallego y el euskera. O que los premios nacionales del Ministerio de Cultura afinen “sus mecanismos para reconocer de forma más habitual a autores en lenguas no castellanas”, cosa que añade hace difícil la actual composición de los jurados. Por no hablar de la educación: tacaña en pluralidad en el conjunto del territorio y, a su entender, demasiado generosa en monolingüismo catalán en Cataluña. Estoy de acuerdo en casi todos los puntos.

¿Era Camus quién decía que la cultura no nos hace mejores pero sí más libres? Mientras, por el contrario, la incultura nos relega a la condición de dúctiles y moldeables cerebros de plastelina. La cultura se empieza tejiendo con los mimbres de lo que uno tiene en casa, en su calle, en su barrio; amando las lecturas de infancia, las músicas de juventud, los estímulos artísticos que nos acompañan por las calles de nuestra ciudad. Renuentes a que bebamos de esas fuentes, algunos de nuestros próceres (muy poco leídos, muy incultos) insisten hoy de manera encendida en condenar cualquier atisbo de apego hacia lo propio (siempre que no sea el suyo), entendiendo por propio aquello que se mama en la familia, en las costumbres populares, en la cultura local. ¿Por qué entonces no sólo permiten sino que alientan en nuestros conciudadanos la militancia en el hooliganismo de los colores deportivos llevados al extremo?

A mí, en cambio, se me antoja de una gran salud mental que a los andaluces les pirren Lorca y Camarón, a los catalanes Maragall, Lluís Llach y Raimón, a los gallegos Rosalía y Cunqueiro, y a los vascos de críptica lengua (pero no por ello menos digna) su Zubiri, su Chillida y su “Peine de los vientos”. Sólo esos amores incondicionales y nada racionales por lo que es propio, permiten edificar desde la razón culturas sólidas que nos hacen la vida mejor y, sobre todo, que nos hacen más libres. Entonces sí, ansiaremos compartir nuestros afectos con el vecino (al tiempo que este despierta nuestra curiosidad por los suyos) y se alumbrarán entonces los amores prestados de tan gloriosa memoria como la novela F. (Gabriel Ferrater) de Justo Navarro.

Tal vez, pues, si pensamos de una vez aquí la cultura como una suma de  identidades y de amores incondicionales que ansían ser compartidos, resolveremos las grandes disputas que llevan a muchos, y con razón, a dolerse de desaires y vilipendios. “I’m a catalan”, dijo el maestro Pau Casals en la sede de la ONU allá por 1971. No quiero un país donde decir eso esté mal visto, sino que quiero un país donde cada cual pueda sentir la identidad que le apetezca sintiéndose bien acogido. Es más, un país que no sólo no cercene sentimientos identitarios históricos y culturales, sino que no los vea como una amenaza sino como lo que realmente son, cultura.

Para ello se hace preciso lo que hasta hoy no hemos tenido: un gran pacto de Estado en materia de educación y no esta cultura institucionalizada, censora y fosilizada a la que asustan novelas como Victus. Claro que, si la cultura nos hace más libres, no hace falta ser Einstein para saber que lo que les pasa a buena parte de nuestros próceres es que no tienen ningún interés en que seamos más cultos, es de suponer que para seguir practicando el trilerismo con que nos vienen gobernando.

18. A FAVOR O EN CONTRA


Al cumplir los cuarenta, uno empieza a entender que ir en contra de las cosas no tiene sentido y que, por el contrario, es yendo a favor de ellas donde puede uno/una alcanzar sus objetivos. O al menos eso me ha sucedido a mí, que nací muy refunfuñona, y parece que le haya sucedido al independentismo catalán, que está dando un ejemplo de excelente organización y mejor marketing que ya quisieran para sí los ecologistas, los pacifistas, las feministas (entre las que me incluyo, aunque sea también pacifista y ecologista) o cualquier otro grupo de personas reunidas en torno a una idea común.

¿Para qué luchar contra el capitalismo si se puede luchar a favor del anticapitalismo, para que luchar contra los combustibles fósiles cuando se puede luchar a favor de las energías renovables, para qué ir contra el patriarcado si se puede ir a favor de la igualdad de género? Me dirán que es lo mismo y les diré que se equivocan: ¡de la úlcera de estómago a la sonrisa perenne hay un abismo! Y quienes tenemos tendencia a divisar de lejos las injusticias, creer en nuestro derecho a exigir el buen funcionamiento de las cosas y no tolerar abusos, lo sabemos mejor que nadie. Cansa ir por la vida poniendo reclamaciones, riñendo a los camareros que pasan de ti olímpicamente y pidiéndole al caballero rumano que atrona con su acordeón el vagón de metro que se vaya, nunca mejor dicho, con la música a otra parte.

¡Aleluya, los miles y miles de libros dedicados al algodonoso mundo de la autoayuda, donde básicamente se dicen obviedades, han servido de algo y los centenares de coaches que han aflorado como setas en los últimos tiempos no están precisamente en el paro! Al menos en Cataluña, donde por lo alto o por lo bajo un millón y medio de catalanes (no nos ocuparemos aquí de la espinosa cuestión de los recuentos) comparten ahora un sueño. En Madrid y alrededores parece que esos libros tienen poca salida y que los coaches se comen los mocos. Y es una pena, porque no facilita nada el diálogo. Por no hablar de que, dejando de lado las inevitables manifestaciones de carácter luctuoso (como fue el caso de la más que multitudinaria celebrada en Barcelona con motivo del asesinato de Ernest Lluch), las que obtienen mejores resultados son aquellas de carácter optimista.

Y es por haber sabido trocar el enfado en ilusión que ahora arrasa entre la población la opción soberanista, que hasta anteayer lastraba una notable carga de pesimismo. Por eso, y no por otra cosa, el independentismo catalán luce una cara tan saludable y los que están contra el independentismo parecen arenques en vinagre. La prueba del algodón es que las amables gentes con que yo trato en el enclave rural donde vivo están encantados sabiéndose partícipes de un movimiento civil pacífico, compartiendo con centenares de miles de personas ideas y sentimientos; mientras los que piensan distinto y creen en la unidad de las Españas (¿las Españas?) tan sólo gruñen y no ofrecen nada, como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. ¿Por qué no se animan al menos a ensalzar el chorizo pamplonica y las yemas de Santa Teresa, el cochinillo de Segovia y el jamón de Guijuelo?

Bien es cierto, como escribía el sabio Jordi Llovet en El Quadern de El País (“Política i religió”, 18/09/2014), que las últimas tres Diadas no han sido otra cosa que liturgias masivas y que dicho movimiento no deja de ser una “religión de sustitución” (como nos recuerda que la llama la sociología). Cierto, ciertísimo. Pero todos los movimientos de masas de algún modo u otro lo son; por el contrario, no hay más religión en seguirse a un mismo que el afán de ir por libre. Y si casi todos, enemigos acérrimos de la soledad, necesitamos vivir bajo el paraguas de algo parecido a la religión, mejor que consagremos ese instinto a intentar ordenar nuestro presente, que ya son muchos los que adoran dioses que sólo existen en su imaginación o mismamente a sus ídolos futbolísticos.

No creo que perseguir como la marea blanca una buena sanidad o como la verde una buena educación, ni tampoco una España centralista o una España federada o una Cataluña aliada de España pero no convertida en mera autonomía, sea peligroso en ningún caso, o al menos no más que ir a buscar a Lourdes remedio a algún mal incurable o ponerse cara a la Meca para que Alá nos proteja. Claro que, ¿qué pueden parecernos los manifestantes de uno y otro signo si el deporte practicado por el gobierno, por un lado, y por los medios conservadores, por otro, es negar la realidad? Déjense de kate surf, de paddle surf o de flyboard…. Ahora el deporte de moda es negar la mayor y decir con toda la cara dura que ya se avistan mejoras sustanciales en el horizonte; un método ideal para convencer a la gente de que no hace falta salir a las calles, ni cambiar la constitución, ni abogar por una nueva concepción de Europa, y también muy adecuado para acabar dando con los huesos en un psiquiátrico.

Quienes nos mandan con la ceguera de los rocines que dan vueltas a un molino, se hacen los suecos para que a esta crisis cruel propiciada por un capitalismo sin escrúpulos y por la mala gestión (su mala gestión) de los recursos públicos, que se ha traducido en paro, hambre y miseria, le suceda como al traje del emperador, que sólo lo veía quien fingía verlo. Por no importarles, no siquiera les pesa la evidencia de que en un país vecino, Escocia haya podido votar democráticamente con qué reglas jugará los próximos años de su historia. Aluden a no se sabe qué sacrosantos impedimentos legales y al azote de un tal Atila llamado Artur (cuyo nombre pronuncian curiosamente a la inglesa), quien quiere romper lo que el Cid Campeador tanto luchó por unir. ¿Deliran? Creo que sí. Nadie en su sano juicio se pone a recomponer (a “reconquistar”) aquello que tan fácilmente ha dejado desmoronarse en las últimas décadas. Pero ojo, amigos de la inmovilidad y la adoración de los crasos errores de la Transición, que el problema va más allá de Cataluña y de una cuestión meramente territorial.

Antes o después habrá que entender que al igual que el mayo del 68 fue propiciado por una crisis económica y le dio el golpe de gracia al imperialismo, sobre el disfuncional capitalismo salvaje se cierne la espada de la razón y el bien común, la democracia participativa y el exigente control de los mecanismos que propician desde los abusos de poder hasta la corrupción política. Y como dicen los manuales de autoayuda, habría que irse aplicando el cuento de “piensa bien y te sentirás mejor”.

Me llega de la librería anticuaria asturiana Galgo, a modo de obsequio, un encantador opúsculo con el Breve discurso sobre las operaciones que el hombre incombustible ha manifestado al público en Madrid, año de 1806. Se narran en él las aventuras de Faustino Chacón, hijo de un quincallero e incombustible al fuego. Créanme todos si les digo que los sueños son siempre incombustibles, pero las pesadillas tienen fecha de caducidad y la nuestra, nuestro 25% de paro y la creciente desigualdad social, algún día caducará.

lunes, 1 de septiembre de 2014

17. HOLLYWOOD Y LA CENSURA

Aunque pensaba inaugurar el curso hablando del sarampión de casos de corrupción política que asola nuestro país y que este verano ha alcanzado cotas altísimas, que está claro que colearán y de las que habrá pues oportunidad de hablar, he optado por dedicar estas líneas a un tema mucho más relevante. Que alguien meta la mano en el bolsillo de los ciudadanos es grave, sí, pero mucho más que se permita acabar con la vida de esos mismos ciudadanos. Aunque Ucrania aún humea, los ataques israelíes contra la población civil palestina han sido pues la noticia del verano, no porque la epidemia de ébola lo sea menos, sino porque a diferencia del ébola se podrían haber evitado.

¿Por qué será que la historia no hace más que confirmar las palabras de Chamfort? “Los azotes físicos y las calamidades de la naturaleza humana hicieron necesaria la sociedad. La sociedad se sumó a los desastres de la naturaleza. Los inconvenientes de la sociedad hicieron necesario el Gobierno y el Gobierno se sumó a los desastres”, dejó dicho el escéptico moralista. Que en pleno siglo XXI israelíes y palestinos anden aún a la greña con tan graves consecuencias no se entiende. Me dirán Uds. que hay demasiadas cosas que no se entienden: la desidia ante la conservación de planeta, que las mujeres sigan siendo consideradas objetos de consumo o que nuestro gobierno siga pensando que los recortes se traducirán en progreso. Está visto que la ceguera es un mal universal.

Reconstruir lo que han destrozado los bombardeos en la Franja de Gaza va a costar una millonada, pero mucho más caro es el precio que se ha pagado en vidas humanas: dos mil muertos y no sé cuantísimos heridos, por no hablar de las miles y miles de personas que se ha quedado sin hogar. Este panorama es ya de por sí lo bastante desolador como para tener aún que andar con pies de plomo a la hora de nombrarlo.

Sorprende pues, y sobre todo entristece, la reacción de los judíos que en la meca del cine se dedican al séptimo arte, a tenor de lo controvertidas que han resultado las declaraciones de la pareja formada por Penélope Cruz y Javier Bardem acerca del genocidio que ha tenido lugar este verano en el disputado territorio. Y sí, he dicho genocidio, con todas sus letras, que es la palabra que ellos emplearon y tanto ha disgustado. Un genocidio que incluye el ataque a unas cuantas escuelas de la ONU, donde mujeres, niños y ancianos se habían refugiado. La lenta reacción de la comunidad internacional ya nos hace sospechar que algo huele a podrido en este asunto que dura ya demasiado. ¿Para qué han servido pues los ejemplarizantes juicios de Núremberg, el juicio a Eichmann en Jerusalén que Hannah Arendt cubrió y tantos otros momentos de justicia histórica? ¿Para seguir confundiendo a los pueblos con sus gobiernos?

Durante la Segunda Guerra Mundial la amenaza nazi, obsesionada por dar caza al judío, llevó a ciudades como Berlín y París a vaciarse de talento artístico. Como pudieron, en una combinación de largas marchas, bicicletas, carros, autobuses y pesadas travesías marítimas, profesionales de todas las disciplinas artísticas desembarcaron en las costas americanas. Por su parte, un modesto periodista literario norteamericano, el treintañero Varian Fry, llegó a Marsella en 1940 con una larga lista de nombres y 3.000 dólares atados al cuerpo. Lo cuenta Alan Riding en Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis (Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores).

Dispuesto a sacar de la peligrosa Francia ocupada a cuantos artistas e intelectuales pudiera, Fry logró visados para salvar a unas 2.000 personas multiplicando por diez la lista que le fue encomendada. Y aunque la huida de Walter Benjamin le saliera mal, si salvó a otros como al mismísimo Chagall. 2.000 hombres y mujeres puestos a salvo, y ahora 2.000 mascarados por un ejército cruel. Me pregunto qué hubiera sido por ejemplo de la escritora Irène Némirovsky si el lugar de subirse a un tren en dirección Auchwitz se hubiera topado con el intrépido Fry. Y me respondo que es probable que hubiera acabado adaptando sus novelas para Hollywood.

Muchos judíos recalaron en las producciones hollywodienses y sus descendientes ocupan hoy en un elevado porcentaje platós, productoras y distribuidoras.Y aunque desde los años 40 mucho ha llovido, no es precisamente el fundamentalismo ciego el que debiera mover a esos profesionales que en su pasado familiar poseen la clave de cómo no convertir este mundo en un lugar más hostil. Por no hablar de que parecen no recordar tampoco la caza de brujas de McCarthy, que debiera haberles blindado de cualquier atisbo de sentimiento censor.

Que hoy no podamos tildar de genocidio lo que claramente lo es, nos retrotrae a los tiempos en que en los teatros parisinos se prohibió trabajar a los judíos. Sería bueno que los herederos de esos judíos, norteamericanos de nacimiento, fueran los primeros en condenar actos de barbarie, provengan de donde provengan. Que esto no suceda, sino todo lo contrario, no deja de ser la prueba de que no hemos ganado mucho en civilización desde esa irracional contienda que costó millones de víctimas y desplazó a millones de personas. Y es una gran lástima.

A todo esto admito que a mí los Spilberg y compañía me traen sin cuidado, y que no aspiro a que lleven mis modestas historias al cine, sobre todo teniendo en cuenta el poco interés que tiene Hollywood por las mujeres creadoras. Como recordamos en el Informe que desde el Observatorio Cultural de Género hemos dedicado en el 2014 al cine (“Directoras, productoras y guionistas en el cine catalán reciente”), hasta la 82ª edición de los Oscar no se concedió el premio a la mejor dirección a una mujer, en este caso a Kathryn Bigelow y por una película bélica, no por un drama o una comedia intimista de esas que se supone corresponden a las sensibles damiselas que al parecer somos todas.

domingo, 1 de junio de 2014

16. RESETÉATE

Decimos que vida sólo hay una y es cierto, pero no hace falta tomárselo al pie de la letra. Por suerte, dentro de una vida caben muchas vidas y está bien aplicarse de vez en cuando ese cuento para dar un giro a la nuestra.

Muchos son/somos los que de jovencitos practicamos los mil oficios; yo misma he trabajado como mensajera, como dependienta o incluso vendiendo enciclopedias. Por poner un par de casos célebres, Sylvester Stallone limpiaba la jaula de los leones en un zoológico y Madonna se hartó de decir dos con queso, dos de patatas y dos cocas light siendo cajera en un Burger King. La juventud no deja de ser una etapa en la que recorrer caminos bien dispares para llegar finalmente a la puerta del lugar donde quieres entrar, ¿no es cierto?

Aunque menos son aquellos que se preparan para un oficio, lo practican un tiempo y, al cabo, deciden que no están hechos exactamente para él, cambiándolo por nuevos derroteros. Es el caso por ejemplo del mismísimo Brad Pitt, que en sus comienzos no estudió interpretación como imaginaríamos sino que se licenció en periodismo, o de nuestro querido Wyoming, que en realidad es médico y como tal ejerció, al igual que lo hizo durante toda su vida el que ha quedado como el maestro del cuento, Anton Chejov.

Muchos son también los prestigiosos artistas que en un principio no se prepararon exactamente para lo que luego devinieron. Aunque pocos lo sepan, el poeta Antonio Machado tuvo una incipiente carrera como actor, la elegantísima actriz Katharine Hepburn estudió filosofía y la provocadora artista plástica Louise Bourgeois matemáticas en la Sorbona. Y como de todos es sabido, Cornad era marino y hasta Paul Auster trabajó un tiempo embarcado en un petrolero. Por no hablar de la caterva de abogados que han acabado dedicándose a esta variante de la mecanografía que es la literatura, desde Goethe hasta el hacedor de best sellers John Grisham. Claro que uno de los casos más bonitos de cambio de oficio quizás sea el de mi queridísima Agatha Christie, que quiso con todas sus fuerzas llegar a ser cantante de ópera y no escritora, aunque acabara siendo una de las autoras más vendidas del mundo.

Estos momentos de cambio de paradigma, en los que la crisis económica -¿sólo económica?- empuja a muchos a replantearse sus vidas, quizás tengan pues algo de positivo a pesar de todo: quizás sirvan de cambio de agujas y animen a unos cuantos –a ser posible a aquellos que lo necesitan- a tomar un nuevo rumbo. A decir verdad, esta nueva era que combina lo analógico y lo digital y que, como afirma Roger Chartier, nos empuja a llevar a cuestas un “yo diseminado”, parece especialmente propicia para cambiar de andén, tras buscar y rebuscar en esa reunión desordenada de yoes que pugnan por convivir en nuestro interior.

¿Eres contable y en realidad te gusta la jardinería? ¿Adoras el deporte y, sin embargo, te dedicas al noble arte de repartir libros en una biblioteca? ¿O acaso ejerces como locutor deportivo y sueñas con conducir un camión por desiertas autopistas? ¿Darías lo que fuera por aguzar el ingenio como animador en un crucero y, en cambio, te dio por estudiar ingeniería informática y te pudres delante de una pantalla como esta donde esto escribo?

Y es que:

Es probable que lleves una vida que no te guste y no lo sepas.

Es probable que tu trabajo no sea exactamente lo que querías para ti.

Es probable que el lugar donde vives no sea ni de lejos el lugar que soñabas.

Es probable que en realidad no te guste la gente que te rodea.

Es probable que ya no estés enamorado/a de tu pareja.

E incluso es probable que no seas como crees que tendrías que ser.

Desde ya te digo que no vas a poder cambiar muchas cosas (tus familiares, tu estructura ósea, el tono de tu voz, el número que calzas…), pero casi todo lo demás sí depende exclusivamente de ti. O sea que resetéate: detente, mira a tu alrededor y decide si es esto lo que realmente quieres. Y si no es esto, cámbialo. ¿A qué esperas?

jueves, 1 de mayo de 2014

15. GABO SÍ TIENE QUIEN LE ESCRIBA

Tras una larga convivencia con el Alzheimer y con el cáncer murió García Márquez, escritor universal y leidísimo, Premio Nobel de Literatura, y como era de esperar los medios de comunicación se aprestaron a dar la noticia y a glosar sus virtudes literarias como si se tratara del mismísimo Cervantes dos veces fenecido. ¡Pero qué caray! -me digo-, ¡el susodicho se merecía decirle adiós a bombo y platillo! En estos tiempos materialistas hasta la excrecencia, en mitad de este fragor de sables estúpidos, donde sólo el poderoso don dinero marca el ritmo, recordar a un escritor aunque sea para enterrarlo con mayor boato, no deja de ser anuncio de esperanza.

Es seguro que los lectores de a pie, poco avezados en el cultivo de la mirada crítica, ojearon ese día sus periódicos habituales sin apercibirse de nada extraño. Leyeron: “el legado inmortal de García Márquez”, “uno de los escritores más influyentes del siglo XX”, “el reportero de la magia”, “el autor de la más importante novela del boom latinoamericano”… Y lectores inocentes, con esos elogiosos tributos rondándoles la cabeza, se fueron a dormir. Quiero pensar que algunos de ellos incluso desempolvaron de sus estantes un libro del colombiano por el que antaño sintieron especial querencia y se dispusieron a releerlo a modo de homenaje. Pero ay, almas de cántaro, aunque ellos no lo supieran los diarios, salvo error u omisión, ocultaban algo que no pocos sí vieron y algunos, sobre todo algunas, no han dudado en comentarme desde la estupefacción.
Al parecer, a García Márquez sólo lo habían leído ellos. Desde que en 1955 el insigne colombiano publicara La hojarasca, sólo ellos habían tenido el placer de refocilarse negro sobre blanco en sus magistrales creaciones. Durante décadas, generaciones y generaciones de jóvenes muchachos, maduros varones de pelo en pecho y provectos caballeros se deleitaron en sus relatos y novelas de una punta y otra del planeta. Ellas jamás, nunca, bajo ningún pretexto. Las lectoras jóvenes, maduras y provectas, que a decir de las estadísticas hace ya largo tiempo constituyen la mayoría lectora, permanecieron inmunes al gabismo. Lo leyeron todo, sí, a Rulfo, a Onetti, a Mutis, a Fuentes, a Cortázar… e incluso a Vargas Llosa; a todos y a todas menos a García Márquez. No sabemos cómo, lectoras voraces, medias u ocasionales, todas ellas supieron sustraerse a su atracción mágica y resistieron incólumes los embates de su prosa arborescente.

Jamás ni una sola de ellas, por muy lectora que fuera, insisto, osó profanar las páginas de La mala hora, Cien años de soledad, Relato de un náufrago, El otoño del patriarca, Memoria de mis putas tristes… Ni siquiera se acercaron tímidas a sus Doce cuentos peregrinos. Ninguna de ellas, aunque en su conjunto sumen decenas de millones y millones en una lengua y otra, tiene pues ni la más remota idea de quiénes fueron Aureliano Buendía, la Mamá Grande, Santiago Nasar, Sierva María de Todos los Ángeles o Melquíades; ni tampoco les suenan para nada los nombres de Úrsula Iguarán, Nena Daconte o Fermina Daza. Geniales personajes estos, en gran parte femeninos, que jamás tuvieron el gusto de conocer. Y por supuesto ninguna de ellas ha oído hablar jamás de Macondo, que muchas suponen una marca de ropa o un restaurante de moda.
De ahí que a la hora de decirle adiós al inmenso Gabo desde las páginas culturales de los periódicos de un signo u otro, de un alcance u otro, permanecieran mudas: ¿qué tenían que decir ellas, lectoras avezadas, colegas escritoras, críticas literarias, profesoras de literatura hispanoamericana o especialistas en el boom latinoamericano si jamás ninguna de ellas hojeó un ejemplar, siquiera de bolsillo, de alguna de sus obras magistrales?

De ahí, en consecuencia, que estuviera más que justificado que en pleno siglo XXI, cuando ese aluvión de artículos apresurados (y por lo general dudosamente bien escritos) llegaron a imprenta, no hubiera casi ninguno firmado con nombre de mujer y, por el contrario, todos vinieran rubricados por un Juan (Cruz), un Félix (de Azúa), un Xavi (Ayén), un Winston (Manrique Sabogal), un Jordi (Gracia), un José Miguel (Oviedo), un Javier (Rodríguez Marcos), un Arturo (San Agustín), un Lorenzo (Silva), un Antonio (Lucas) y así hasta completar el santoral. Confieso que en un diario de alcance nacional se escapó uno firmado por Ángeles Mastretta, escritora y amiga del finado: un error, sin duda, de algún jefe de sección despistado que poco antes del cierro agotó los teléfonos de los colegas de universidad, gimnasio o mismamente bar de la esquina.

14. ELOGIO DEL PRESCRIPTOR

¡Ay, Internet, ese invento del diablo! Quieren hacernos creer que sin estar permanentemente conectado a la Red no se puede vivir, cuando en realidad lo que sucede es que quienes nos servimos de Internet (que somos ya los más, ya sea por trabajo, por ocio o por ambas cosas) ya no somos los mismos que antes no usábamos Internet, sino otros. De ahí que, siendo estos otros que ahora somos, quizás sí que sea cierto que sin Internet no sabemos vivir.

Los europeos llevaron al Nuevo Mundo enfermedades allí desconocidas, como la viruela, y en el Nuevo Mundo descubrieron productos cuya existencia ignoraban como la patata, el tomate o el cacao, que se apresuraron a importar desde sus países de origen. A Internet llevamos nosotros nuestras extraviadas curiosidades, nuestra necesidad de estar informado y nuestras ansias de comunicación. E Internet, además de una inédita gimnasia para las yemas de los dedos y una buena paliza para las pupilas, nos devuelve ahora una nueva manera de comunicarnos, una nueva manera de informarnos y una nueva manera de saciar nuestra curiosidad.

Al igual que el uso de vehículos de transporte debilita las pantorrillas y no ayuda precisamente a reforzar esa parte tan preciada de la anatomía que son las posaderas, incorporar Internet a nuestras vidas ha transformado nuestros hábitos, incluida nuestra capacidad de concentración. Allí donde antes aguantábamos películas de tres horas sin pestañear, ahora a los diez minutos ansiamos zapear, cerrar una pantalla para abrir otra, cambiar de paisaje. Y del mismo modo, allí donde antes no escuchábamos los mensajes del contestador automático hasta llegar a casa, sin mostrar por ello la mínima traza de desasosiego, ahora nos lanzamos cada cinco segundos a consultar el correo electrónico, aunque sea para comprobar cuál es la última estúpida publicidad indeseada que ha aterrizado en la bandeja de spam.
Internet nos ha convertido claramente en otros: somos más impacientes y, a consecuencia de ello, devoramos también la información a una velocidad antes impensada. De leer artículos de fondo mientras saboreábamos un café y un croissant, hemos pasado a saltar de un titular a otro como si fuéramos una agencia de comunicación a cuyas terminales llega cuanta noticia valga la pena vocear. Difícilmente retendremos apenas un 1% de todo ese aluvión informativo, ni nos servirá para nada saber el tiempo que hace en Australia o conocer en directo las fluctuaciones de la Bolsa de Japón. Y aunque tendremos la sensación de estar al día de todo, ese saber no se traducirá en nuestra conversación más que en forma de nimias aproximaciones que ni siquiera podremos denominar periodísticas, pues en muchas ocasiones se reducirán a lo leído en el blog de una amiga (que jamás tuvo mucho que decir) o en el Facebook de un cuñado (al que el paro deja demasiado tiempo libre, lamentablemente para todos).

Con este panorama, ¿dónde está el espacio para el prescriptor, la prescriptora, los prescriptores, que antaño servían para orientarnos en la selva del saber? Esos seres que dedicaron sus esfuerzos a formarse en especialidades como el arte, la literatura, el cine o cualquier otro campo para poder guiarnos por frondosas arborescencias, donde tan fácil resulta extraviarse, ¿qué papel juegan en este nuevo horizonte donde todos opinan y donde parece que sirve toda opinión? Críticos literarios, como quien esto escribe, acostumbrados a recomendar lecturas; críticos teatrales dedicados a diseccionar puestas en escena; críticos de arte que nos ayudan a circular por las exposiciones que nuestra ciudad nos brinda… ¿tienen sitio ahí donde cualquiera puede arrogarse el papel de prescriptor como quien viste el día de carnaval una bata blanca de doctor?
Teniendo como misión principal formar el gusto y, como daño colateral influir sobre las elecciones del público, el prescriptor desgrana las virtudes o los defectos de un producto, cultural o no, buscando convertirlo en prescindible o imprescindible. Suerte de perro lazarillo, nos orienta con su olfato por el mejor camino, tratando de alejarnos de las pérdidas de tiempo, de las decepciones y de los flagrantes engaños.

Libros, películas, exposiciones, incluso dietas calóricas, son en sus manos maleables objetos de deseo a los que saca su mejor jugo. Ahí donde un profano se limita a leer la contraportada de una novedad narrativa para decantarse o no por la compra, el prescriptor o la prescriptora desbroza hábilmente el contenido de la misma, la sitúa en su contexto, la pone en relación con las novelas que la precedieron y nos la brinda envuelta en papel de celofán, lista para ser degustada. Su misión es haber leído centenares de novelas para saber si esta vale la pena o mejor nos gastamos el dinero en un clásico, que como el whisky de malta nunca engaña.
En plena explosión internáutica, en plena democratización de la figura del prescriptor, donde cualquiera se arroga sin cualificación alguna este papel, ¿tienen sentido aún los prescriptores profesionales? Diría que sí, que son más necesarios que nunca y que allí donde la riqueza de voces es sin duda un sano ejercicio de amateurismo y un excelente campo de entrenamiento para el futuro experto, cada día que pasa urge más rehabilitar la figura del prescriptor.

viernes, 28 de febrero de 2014

13. SÍ AL DIÁLOGO

Los parlanchines somos un peligro para las reuniones sociales, pero también un alivio para los largos silencios. Si no padecemos el mal de la verborrea, sino el gusto por la buena charla, somos capaces de animar cualquier reunión o de sacarle punta a cualquier situación anodina, incluidos los ascensores (esos lugares donde la meteorología alcanza rango filosófico). Desconfía de las personas demasiado silenciosas, me digo a veces, porque por una que calla por mera prudencia, hay mil que no tienen absolutamente nada que decir.

Me hallaba el otro día en una cena la mar de animada, en la que la mayoría de los comensales eran tertulianos de programas de radio y televisión, y tal era el guirigay (en el buen sentido de la palabra), que la señora de la casa –también tertuliana ella- acabó diciendo que parecía que estuviéramos en antena intentando arreglar el país. Aunque la nuestra era una charla muy constructiva, en la que gracias al buen rollo y a las bondades del bendito alcohol (que en dosis adecuadas es un invento genial), personas de ideologías muy distintas pasaban una velada estupenda sin miedo acabar con un ojo a la virulé, cierto es que a día de hoy en los debates que vemos en los medios de comunicación hay más ruido que intercambio de impresiones.

Se diría que la total falta de diálogo preside el panorama actual, e incluyo aquí el mismísimo Congreso de los Diputados, donde hace años que se vive una acritud y una falta de voluntad constructiva que merecería un análisis en profundidad. En lo que respecta a los medios de comunicación, está visto que frente a la voluntad de eso, de diálogo, prima el encono, cosa que en nada beneficia al oyente o espectador, quien pacientemente aguarda, en su casa, a que la sana costumbre de la charla amable (que sobrevive aún en los bares y en los bancos de las plazas) vuelva a ponerse de moda. Siendo como son los media vehículos para la educación de la ciudadanía, cabría pensar que hoy a esta se la entrena en la absoluta falta de cortesía, lo que dice muy poco de la calidad de los media y menos aún de sus aspiraciones, que debieran ser exclusivamente legítimas, y entre las cuales jamás debiera contarse el prurito aborregador.

Y es por ello, visto el naufragio en que deviene la batalla campal dialéctica de que somos testigos a diestro y siniestro, que o volvemos a las costumbres del ágora griega o animamos a bajar aún más el precio de los gintónics en el bar del Congreso de los Diputados (en realidad de los diputados y las diputadas; el sexismo en el lenguaje, ya saben), al tiempo que enviamos unos cuantos sacos de boxeo a emisoras de radio y televisión para que sus contertulios descarguen la ira antes de empezar a opinar. Y es que, al contrario de lo que abunda, en una charla con personas que no piensan como tú, siempre debiera suceder aquello que formulaba Gadamer: “ Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo”.

Desde los diálogos platónicos (diálogos en los que Sócrates suele ser el interlocutor), el afán verbal y comunicador de la Humanidad ha pasado por fases bien distintas, incluidas unas cuantas guerras civiles. Dejando de lado por su carga religiosa la filosofía del diálogo impulsada por el austríaco Ferdinand Ebne y seguida por Martin Buber; y también soslayando la dialéctica de Hegel, que abogaba por un pensamiento donde tenían cabida las contradicciones y que al citado Gadamer le parecía “una fuente de constante irritación”; y sin entrar en la dialéctica marxista, no tendría que ser mucho pedir que en una sociedad democrática fuéramos todos capaces de poner en común pensamientos dispares con espíritu constructivo, o lo que es lo mismo, con la voluntad de que la dialéctica recuperara su sentido original, dado que procede del griego dialectiké (arte de la conversación).

Arte de la conversación que no sólo debiera referirse a tratar al otro con la debida consideración, ni a respetar escrupulosamente los turnos de palabra, aunque ambas cosas no estén de más, sino a aceptar la disparidad de criterios desde la tolerancia y no desde la crispación. Porque se diría que somos pocos los que tenemos la costumbre de no ofendernos cuando nuestro contertulio o contertulia piensa exactamente lo contrario de lo que nosotros pensamos, y estamos encantados de que sea capaz de contarnos por qué piensa lo que piensa y, caso de no justificar ningún crimen de lesa humanidad, podemos seguir sentados tranquilamente a la misma mesa sin dar muestras de visible incomodidad. Ojalá aquí y ahora fueran muchos los que creyeran en el valor del diálogo di per se , como vehículo de entendimiento. ¡Con lo divertido que resulta bromear con alguien que piensa exactamente lo contrario que tú!

A hora que se cumple el 75 aniversario de la muerte de Antonio Machado, no está de más recordar unos versos suyos que dicen: “Para dialogar, preguntad primero; después…, escuchad”. “¡Viajar! ¡Perder países! / ¡Ser otro constantemente, / por el alma no tener raíces / y vivir viendo, solamente!”, decía Pessoa. Dialogar, perder prejuicios…

sábado, 1 de febrero de 2014

12. FUGA DE TALENTOS Y OTRAS FUGAS

Este año hace un siglo que estalló la Primera Guerra Mundial, hace justo tres siglos que Barcelona fue ocupada por las tropas de Felipe V en la fase final de la Guerra de Sucesión (como no se cansa de repetirnos a diestro y siniestro el gobierno catalán) y es también el 75º aniversario de la entrada de las tropas franquistas en la ciudad de Barcelona, ocupación con la que definitivamente el legítimo gobierno republicano perdió la guerra. ¡Quién iba a decir que el 2014 iba a dar para tanto!

Sin contar a los muchos que empezaron a marcharse del país al estallar la Guerra Civil, en el 36, o que lo hicieron durante la contienda, con el final de la misma y la imposición del franquismo la cifra de exiliados se incrementó de un modo más que sustancial. Así, en los primeros meses de 1939 abandonaron España no por gusto, con lo puesto y dejando atrás familias escindidas, se calcula que medio millón de ciudadanos y ciudadanas.
Esa huida masiva duró pues tres años que se hicieron eternos, en los que hombres y mujeres sin más culpa que querer vivir en paz y en libertad se lanzaron a un camino de desgarro e incertidumbre. Entre ellos hubo también un montón de intelectuales, destinados a instalarse en las vecinas Francia e Italia, o bien en los lejanos México, Chile, Argentina o Estados Unidos. “Qué sabios eran los griegos; no te mataban, te exiliaban”, decía la gran actriz catalana Margarita Xirgu, que aún deseándolo jamás volvió de su exilio hispanoamericano.

Ahora que se calcula que desde 2008 han abandonado el país unas 700.000 personas censadas, quizás valga la pena detenerse en los que ahora se marchan sin quererse marchar, como hicieron aquellos españoles en su mayor parte cruzando la frontera francesa, es decir los Pirineos, a veces en lo más crudo del crudo invierno. De esos 700.000, se calcula que 300.000 son jóvenes, y una parte sustancial de ellos jóvenes universitarios en busca de su primer empleo.

Respecto a aquellos que llevan bajo el brazo mejores calificaciones y mejor preparación, y que ya habían aquí demostrado con creces su valía en campos tan dispares como necesarios para el desarrollo de un país, se habla de “fuga de talentos o de cerebros”: gentes altamente calificadas formadas aquí que, por falta de oportunidades, se marchan allá, generando en consecuencia una pérdida notable de capital social.
Talentosos científicos, talentosos diseñadores, arquitectos, artistas… y también talentosos estudiantes hartos de enviar su currículum a centenares de destinatarios sin que nadie se digne siquiera a contestarles un triste “Gracias por ponerse en contacto con nosotros. Entraremos sus datos en nuestra base… de datos”. Y hartos también, en muchos casos, de trabajar de becarios en condiciones precarias y con una expectativas laborales inversamente proporcionales a sus aptitudes.

Jóvenes con cinco idiomas que se van a hacer de pizzeros a donde sea. O bien investigadores brillantes (expertos en células madre, en nanotecnología, en biocomputación, en astrobiología o mismamente en energías renovables, que tanta falta nos hacen) que han visto cómo se cerraba el grifo de sus respectivos proyectos y que no han tenido más remedio que hacer las maletas, que ahora ya no son de cartón sino que empujan las ruedas y refulgen en las cintas de los aeropuertos. En Harvard, en Berkeley y en otros sitios semejantes recogerán los frutos de esos ninis de la ciencia cuyas trayectorias en España quedaron suspendidas en el limbo.

El panorama aquí es desolador y nadie parece entender que sin invertir en educación y en investigación nuestra suerte está echada… directamente al cesto de los perdedores. Ni siquiera ha servido para garantizar la continuidad del CSIC que este verano se entregaran al gobierno más de 200.000 firmas en su defensa. Se entregaron por cierto en un ministerio que se llama Ministerio de Economía y Competitividad, cuando de economía parece saber bien poco y, en cuanto a competitividad, tan sólo competirá en expulsar a más gente que Grecia o Portugal.

Al igual que a un montón de científicos repartidos por el mundo ostentando su acento patrio (el nuestro), al ritmo a que va el sector cultural ya me veo a futuros escritores nacidos en Albacete, Igualada o Alcorcón aupándose sobre otras lenguas que no son la suya para hacerse un hueco en el sector editorial del país en el que les haya tocado aterrizar. O a cineastas queriendo contar con actores daneses las delicias de la vida andaluza o las consecuencias de la tramontana. Así las cosas, para permanecer cuanto menos juntos en la desgracia, algunos estudiantes repartidos ya por muchos países han inventado la “Marea granate” (en alusión al color del pasaporte). Ya se sabe que las penas saben mejor en compañía.

Siempre con su corrosivo humor a cuestas (me niego a hablar de cinismo, no vaya a ser que me inhabiliten como a Garzón o como al juez Elpidio, que está al caer), el gobierno actual emplea la bonita expresión “movilidad exterior” –son palabras de la mismísima ministra de empleo, Fátima Báñez-, cosa que como es lógico enciende los ánimos de quieres preferirían no irse a ninguna parte y quedarse tranquilamente en sus casas. Por ende, la citada ministra se ha aficionado a repetir que conseguirá que los nuevos emigrantes vuelvan en un plazo razonable. Está visto que quiere que sean una generación perdida de ida y vuelta, aunque tal como está al patio acaso vuelvan para morir en su tierra, tras remontar como los salmones muy dificultosamente las aguas que con tanta facilidad los llevaron al mar.

Nuestros actuales gobernantes son unos pésimos gestores, cierto, pero no son tontos: está visto que ansían que el talento que ha huido con la crisis algún día no muy lejano regrese; pero no para compartirlo con la familia o para enriquecernos con lo que aprendieron fuera, sino tan sólo para rentabilizar este aprendizaje cotizando a la Seguridad Social, que es para lo que estaba destinado el dinero público que se gastó en ellos cuando aún se les consideraba mano de obra española. Nadie habla de que vayan a volver para perderse de nuevo en los pasillos de la falta de I+D o en el nulo interés por cualquier manifestación cultural, pues al parecer nuestro país dentro de unos años será, por arte de birlibirloque, distinto.

¿Sólo huye el talento en busca de mejores predios? De ningún modo, pues en los últimos años está bajando de un modo sustancial el padrón neto de extranjeros (INE), en especial con el regreso a sus países de origen de ecuatorianos, bolivianos, colombianos y rumanos, que mayormente realizaban aquí tareas en la construcción, la limpieza o la asistencia a niños, enfermos o ancianos. De perpetuarse esa tendencia, en nuestro país la emigración acabará superando a la inmigración en términos absolutos y España, que ha sido un país de inmigrantes, pasará a ser un país de emigrantes, como lo fue en los años 60 con los muchos trabajadores que se fueron a Suiza o a Alemania, como tan bien cuenta Carlos Iglesias en la película Un franco, 14 pesetas.

Esa mano de obra poco talentosa o poco preparada, y sin embargo tan necesaria para el equilibrio social, se marcha también porque aquí no llega a fin de mes: regresan a países de los que se fueron por obligación y que ahora les resultan mucho más acogedores que el nuestro. Está claro que hablamos de emigrantes y no de exiliados, como los hubo con la Guerra Civil. La pregunta es: ¿qué diferencia hoy a un exiliado de un emigrante si es el gobierno con su mala gestión el que se empeña en no generar el humus que un día les permitiría volver? Allí donde el franquismo se aferraba a sus leyes carpetovetónicas y a su espíritu de venganza, aquí el gobierno se aferra a su categórica falta de imaginación y de espíritu dialogante para sacarnos del hoyo.

Me viene a la memoria la seria crisis agraria que empujó en España, a mediados de la Primera Guerra Mundial, a una oleada migratoria sobre todo con destino Francia que diezmó considerablemente la población activa. Y la zoquetería del gobierno me hace pensar en lo que sucedió en la primavera de 1918, cuando el gobierno liberal en el poder anunció que a partir de entonces el pan de kilo pesaría 800 gramos: ¡toda una acrobacia! Dando gato por liebre, las consecuencias no podían no ser, tal como fueron, nefastas. No quiero ni pensar en la posibilidad de que el actual gobierno se esté sirviendo de la misma calculadora con la que le daba a la tecla el ínclito Romanones, aunque demasiadas pistas nos dicen que es posible que así sea.

miércoles, 1 de enero de 2014

11. ILEGALIZAR A LAS MUJERES

Discúlpenme el trabalenguas que viene a continuación: en los tiempos que corren, más cerca debiera estar una mujer progresista (de izquierdas) de una mujer conservadora (de derechas) que un hombre de izquierdas de una mujer de izquierdas y una mujer de derechas de un hombre de derechas. Bastaría para ello con abrir los ojos y no creer lo que torticeramente nos cuentan, no acatar las engañosas cifras patrias que nos venden y sacar las cuentas con la calculadora propia, la que no engaña: ninguna mujer presidenta del gobierno (aún), escasísimas en los puestos de poder, muchas cobrando menos en cargos idénticos a los de ellos, demasiadas forzadamente en el paro por su mera marca de género y obligadas las más a no progresar a causa de la incapacidad de sus compañeros de asumir las cargas y obligaciones familiares… Por no hablar del desprecio a la condición femenina y, cómo no, de la nueva ley del aborto.

Dicho esto, si una mujer conservadora se siente lejos de una mujer progresista, y viceversa, es sólo por costumbre aprendida, por pura inercia. Acostumbrados a despreciar a los sociatas y demás ralea, quienes votan al PP aún no entienden que estos ya no vistan zamarras y chaquetas de pana, y acostumbrados a escupir sobre los peperos carcones y sus afines, los sociatas y compañía no entienden que se divorcien, paran hijos de padre desconocido o se hagan de la acera de enfrente. Ya se sabe que nada más fácil que permanecer anclado en esquemas prefijados y ya se sabe que evolucionar cansa. Pero tanto las mujeres de un lado como las de otro son las que usa la publicidad como objetos de consumo, las maltratadas por sus novios o maridos y las que ven conculcado a diario su derecho a ser igual que ellos en todo, menos en las particularidades derivadas de su sexo: posibilidades, oportunidades e incluso aplausos. Porque la igualdad de género aún no existe, ni está a la vuelta de la esquina.

Una se pregunta entonces por qué las mujeres no hacen un frente común, como hicieron las “Lisístratas” de Aristófanes cuando decidieron acabar con la afición belicosa de sus maridos a base de huelga de sexo. Que esta pregunta vaya a permanecer en el ámbito de la retórica por los siglos de los siglos, ya es una mala señal. No se entiende que ese frente común no exista (y que sea aún tan amargo el desprecio por el feminismo, que es lo más parecido a ese inexistente frente). Igual que no se entiende que alguien en su sano juicio crea aún que el calentamiento del planeta no es problema acuciante o que el hambre en el mundo no es más que el resultado de la pésima gestión de los recursos globales (así como de un porcentaje nada insignificante de ignominiosos intereses).

Mujeres, seres abnegados por naturaleza y en la abnegación forjadas por el peso de la Historia, que se ha cernido sobre ellas como una losa. Demasiado fehacientes son, sin embargo, a día de hoy las pruebas de la desigualdad como para no verlas: ¿cuántos hombres mueren a manos de sus parejas féminas?, ¿cuántos hombres se sacrifican para que sus mujeres lleguen a lo más alto en sus profesiones?, ¿cuántos se consagran al cuidado de los hijos?, ¿cuántos al cuidado de sus padres ancianos?, ¿y de sus parientes minusválidos o enfermos?, ¿a cuántos les preocupa la conciliación laboral-familiar?, ¿cuántos se sirven del permiso de paternidad?

Apremiadas por una Historia que les ha sido adversa, las mujeres han duplicado y triplicado sus capacidades para llegar a todo (trabajo, casa, descendencia…), pero no por gusto sino porque no han tenido más remedio. La Sección Femenina de la Falange Española las obligaba a hacer el Servicio Social, donde además de propugnar una feminidad entendida como sumisión, se enseñaba a las jóvenes a ser buenas madres y buenas esposas (“Gracias a la Sección Femenina las mujeres van a ser más limpias”, rezaban sus objetivos). Después el progreso las forzó a convertirse en super heroínas, pues amén de hacer esas dos cosas, y por supuesto de ser limpias, las ha obligado a ir maquilladas como puertas y a parecer ejecutivas agresivas aunque trabajen como esteticienes.

Esas mujeres esforzadas (que parecían haberse caído todas en la marmita de Obélix) han llegado pues al siglo XXI derrengadas de tanto ser hijas ejemplares, madres ejemplares, abuelas ejemplares y “wonderwomen” explosivas. Mientras ellos se conformaban con ser hijos mediocres, padres mediocres y, en muchos casos, con irse de putas, demostrando el respecto que le tienen a la mujer, incluidas sus madres, sus hermanas y sus hijas. Y va y cuando ya se auguraba un mundo mejor para esas mujeres de rompe y rasga, va el PP y mira como se lo paga: empieza tratando de conculcar el derecho al aborto, que tanto había costado conseguir, y no sólo las obliga a irse otra vez a Londres (¿sabían que décadas atrás las españolas eran las que más abortaban ahí?), sino a desangrarse en las mesas de los matasanos si no les llega la cuenta corriente para pagarse una clínica privada. ¡Valiente regalo!

Muchas de ellas creyeron en quienes conducían el país, creyeron en quienes estaban encargados de hacer su vida más fácil, creyeron que ya podían respirar tranquilas y se equivocaron. Los encargados de velar por ellas se reunieron y un día decidieron devolverlas al fango, del que está claro que piensan que no debieran haber salido nunca. Alegando que fetos de dos semanas casi sonríen y haciéndose eco del alto índice de embarazos indeseados entre adolescentes como si no fueran con ellos (como si no obedecieran a la pésima educación que el país imparte, sino a alguna suerte de contubernio libertino), va y comienza el acoso y derribo de la mujer, de las mujeres, como si los legisladores no tuvieran abuelas, madres, hermanas, hijas, es decir, desde el más irreverente de los desprecios y de los olvidos.

Cercenan la libertad de sus propias mujeres porque jamás les interesaron lo más mínimo, porque ningún partido conservador creyó jamás en ellas, porque no es sino progresista el partido que cree en la igualdad de los sexos (en la igualdad de derechos, claro). Mujeres que se dejaron la piel fregando escaleras, mujeres que estudiaban de noche mientras amamantaban a sus hijos, mujeres que atendían a los enfermos en lugar de ir al cine, mujeres que freían tortillas, tendían la ropa, planchaban largas horas, repasaban deberes infantiles, acompañaban a quien hiciera falta a donde hiciera falta… Qué caray, mujeres que aún hacen eso y mucho más, hoy asisten al declive del respeto que su condición de mujeres merece.

Les tocaba ya descansar de todos los abusos, de todos los atropellos, de todas las injusticias y hoy, a caballo entre el 2013 y el 2014, un grupúsculo de gobernantes prepotentes y descabellados, desde la irresponsabilidad mayúscula que implica situar a un país al borde la involución, aspiran no a ilegalizar el aborto sino a ilegalizar a las mujeres. Porque, ¿cómo puede garantizarse la educación de la mujer y su progreso en el ámbito vital y profesional si se conculca su legítimo derecho a decidir sobre su propia maternidad? Las condenan a volver al tutelaje masculino que siempre ha sido, y será, el gran lema del conservadurismo: “La mujer, con la pata quebrada y en casa”, que dijo Fray Luis.

Me pregunto si saben los diputados y las diputadas del PP que impulsan esa ley vergonzante que no es una ley más, sino que implica el retroceso inmediato en el camino hacia la igualdad que el país, lentamente pero sin tregua, inició en la Transición. Y me pregunto si serán juzgados por ello cuando llegue el momento. Y no pudiéndolo evitar invito a todas las mujeres a hacer huelga de brazos caídos. Entonces tal vez los señores que impulsan esas indigna ley (resulta difícil pensar en ninguna mujer capaz de impulsarla), entiendan que sin mujeres y sin su abnegada devoción de servicio no hay progreso y no hay futuro. Merecían otro pago esos millones de mujeres sacrificadas sobre las que descansa lo poco o mucho que merecemos salvar en este país.