Discúlpenme el trabalenguas que viene a continuación: en los tiempos que
corren, más cerca debiera estar una mujer progresista (de izquierdas) de una
mujer conservadora (de derechas) que un hombre de izquierdas de una mujer de
izquierdas y una mujer de derechas de un hombre de derechas. Bastaría para ello
con abrir los ojos y no creer lo que torticeramente nos cuentan, no acatar las
engañosas cifras patrias que nos venden y sacar las cuentas con la calculadora
propia, la que no engaña: ninguna mujer presidenta del gobierno (aún),
escasísimas en los puestos de poder, muchas cobrando menos en cargos idénticos a
los de ellos, demasiadas forzadamente en el paro por su mera marca de género y
obligadas las más a no progresar a causa de la incapacidad de sus compañeros de
asumir las cargas y obligaciones familiares… Por no hablar del desprecio a la
condición femenina y, cómo no, de la nueva ley del aborto.
Dicho esto, si una mujer conservadora se siente lejos de una mujer
progresista, y viceversa, es sólo por costumbre aprendida, por pura inercia.
Acostumbrados a despreciar a los sociatas y demás ralea, quienes votan al PP aún
no entienden que estos ya no vistan zamarras y chaquetas de pana, y
acostumbrados a escupir sobre los peperos carcones y sus afines, los sociatas y
compañía no entienden que se divorcien, paran hijos de padre desconocido o se
hagan de la acera de enfrente. Ya se sabe que nada más fácil que permanecer
anclado en esquemas prefijados y ya se sabe que evolucionar cansa. Pero tanto
las mujeres de un lado como las de otro son las que usa la publicidad como
objetos de consumo, las maltratadas por sus novios o maridos y las que ven
conculcado a diario su derecho a ser igual que ellos en todo, menos en las
particularidades derivadas de su sexo: posibilidades, oportunidades e incluso
aplausos. Porque la igualdad de género aún no existe, ni está a la vuelta de la
esquina.
Una se pregunta entonces por qué las mujeres no hacen un frente común, como
hicieron las “Lisístratas” de Aristófanes cuando decidieron acabar con la
afición belicosa de sus maridos a base de huelga de sexo. Que esta pregunta vaya
a permanecer en el ámbito de la retórica por los siglos de los siglos, ya es una
mala señal. No se entiende que ese frente común no exista (y que sea aún tan
amargo el desprecio por el feminismo, que es lo más parecido a ese inexistente
frente). Igual que no se entiende que alguien en su sano juicio crea aún que el
calentamiento del planeta no es problema acuciante o que el hambre en el mundo
no es más que el resultado de la pésima gestión de los recursos globales (así
como de un porcentaje nada insignificante de ignominiosos intereses).
Mujeres, seres abnegados por naturaleza y en la abnegación forjadas por el
peso de la Historia, que se ha cernido sobre ellas como una losa. Demasiado
fehacientes son, sin embargo, a día de hoy las pruebas de la desigualdad como
para no verlas: ¿cuántos hombres mueren a manos de sus parejas féminas?,
¿cuántos hombres se sacrifican para que sus mujeres lleguen a lo más alto en sus
profesiones?, ¿cuántos se consagran al cuidado de los hijos?, ¿cuántos al
cuidado de sus padres ancianos?, ¿y de sus parientes minusválidos o enfermos?,
¿a cuántos les preocupa la conciliación laboral-familiar?, ¿cuántos se sirven
del permiso de paternidad?
Apremiadas por una Historia que les ha sido adversa, las mujeres han
duplicado y triplicado sus capacidades para llegar a todo (trabajo, casa,
descendencia…), pero no por gusto sino porque no han tenido más remedio. La
Sección Femenina de la Falange Española las obligaba a hacer el Servicio Social,
donde además de propugnar una feminidad entendida como sumisión, se enseñaba a
las jóvenes a ser buenas madres y buenas esposas (“Gracias a la Sección Femenina
las mujeres van a ser más limpias”, rezaban sus objetivos). Después el progreso
las forzó a convertirse en super heroínas, pues amén de hacer esas dos cosas, y
por supuesto de ser limpias, las ha obligado a ir maquilladas como puertas y a
parecer ejecutivas agresivas aunque trabajen como esteticienes.
Esas mujeres esforzadas (que parecían haberse caído todas en la marmita de
Obélix) han llegado pues al siglo XXI derrengadas de tanto ser hijas ejemplares,
madres ejemplares, abuelas ejemplares y “wonderwomen” explosivas. Mientras ellos
se conformaban con ser hijos mediocres, padres mediocres y, en muchos casos, con
irse de putas, demostrando el respecto que le tienen a la mujer, incluidas sus
madres, sus hermanas y sus hijas. Y va y cuando ya se auguraba un mundo mejor
para esas mujeres de rompe y rasga, va el PP y mira como se lo paga: empieza
tratando de conculcar el derecho al aborto, que tanto había costado conseguir, y
no sólo las obliga a irse otra vez a Londres (¿sabían que décadas atrás las
españolas eran las que más abortaban ahí?), sino a desangrarse en las mesas de
los matasanos si no les llega la cuenta corriente para pagarse una clínica
privada. ¡Valiente regalo!
Muchas de ellas creyeron en quienes conducían el país, creyeron en quienes
estaban encargados de hacer su vida más fácil, creyeron que ya podían respirar
tranquilas y se equivocaron. Los encargados de velar por ellas se reunieron y un
día decidieron devolverlas al fango, del que está claro que piensan que no
debieran haber salido nunca. Alegando que fetos de dos semanas casi sonríen y
haciéndose eco del alto índice de embarazos indeseados entre adolescentes como
si no fueran con ellos (como si no obedecieran a la pésima educación que el país
imparte, sino a alguna suerte de contubernio libertino), va y comienza el acoso
y derribo de la mujer, de las mujeres, como si los legisladores no tuvieran
abuelas, madres, hermanas, hijas, es decir, desde el más irreverente de los
desprecios y de los olvidos.
Cercenan la libertad de sus propias mujeres porque jamás les interesaron lo
más mínimo, porque ningún partido conservador creyó jamás en ellas, porque no es
sino progresista el partido que cree en la igualdad de los sexos (en la igualdad
de derechos, claro). Mujeres que se dejaron la piel fregando escaleras, mujeres
que estudiaban de noche mientras amamantaban a sus hijos, mujeres que atendían a
los enfermos en lugar de ir al cine, mujeres que freían tortillas, tendían la
ropa, planchaban largas horas, repasaban deberes infantiles, acompañaban a quien
hiciera falta a donde hiciera falta… Qué caray, mujeres que aún hacen eso y
mucho más, hoy asisten al declive del respeto que su condición de mujeres
merece.
Les tocaba ya descansar de todos los abusos, de todos los atropellos, de
todas las injusticias y hoy, a caballo entre el 2013 y el 2014, un grupúsculo de
gobernantes prepotentes y descabellados, desde la irresponsabilidad mayúscula
que implica situar a un país al borde la involución, aspiran no a ilegalizar el
aborto sino a ilegalizar a las mujeres. Porque, ¿cómo puede garantizarse la
educación de la mujer y su progreso en el ámbito vital y profesional si se
conculca su legítimo derecho a decidir sobre su propia maternidad? Las condenan
a volver al tutelaje masculino que siempre ha sido, y será, el gran lema del
conservadurismo: “La mujer, con la pata quebrada y en casa”, que dijo Fray Luis.
Me pregunto si saben los diputados y las diputadas del PP que impulsan esa
ley vergonzante que no es una ley más, sino que implica el retroceso inmediato
en el camino hacia la igualdad que el país, lentamente pero sin tregua, inició
en la Transición. Y me pregunto si serán juzgados por ello cuando llegue el
momento. Y no pudiéndolo evitar invito a todas las mujeres a hacer huelga de
brazos caídos. Entonces tal vez los señores que impulsan esas indigna ley
(resulta difícil pensar en ninguna mujer capaz de impulsarla), entiendan que sin
mujeres y sin su abnegada devoción de servicio no hay progreso y no hay futuro.
Merecían otro pago esos millones de mujeres sacrificadas sobre las que descansa
lo poco o mucho que merecemos salvar en este país.