viernes, 1 de marzo de 2013

3. LA ESCRITORA OBEDIENTE

En un programa cultural de la televisión catalana (de esos que justifican que no tiremos nuestros relucientes y extraplanos aparatos de tv por la ventana), escucho con atención una entrevista a una nueva autora, que ha aparecido rutilante en el panorama de las letras sin que jamás antes se la hubiera oído nombrar. La acompaña su agente literaria, Anna Soler-Pont. La autora en cuestión, para más señas donostiarra, se llama Dolores Redondo y al parecer ha escrito la primera entrega de una trilogía negra ambientada en el valle de Baztán, en las húmedas tierras navarras, entre caseríos dispersos y verdes laderas. El libro se titula El guardián invisible. Al parecer esta escritora hasta la fecha ignota tiene en su haber una primera novela de escasa circulación y poco más. No es pues un gran currículum literario el suyo, sino todo lo contrario: el perfil ideal para devenir en una autora de best sellers, me digo desde mi atalaya de modesta crítica literaria ya bregada en algunas trincheras.

Dicha escritora cuenta con una sonrisa cómo ha seguido sin rechistar todas y cada una de las recomendaciones de su agente, y cómo se ha desplazado dócil por la geografía allí por donde esta la guiaba (radios, teles, ruedas de prensa...). Dice saberse lega en materia literaria y confiar plenamente en su agente, que a su vez admite que acaso se trate de la clienta ideal. En la página web de la agencia, se cuenta que su novela ha sido vendida a editoriales de prestigio como Feltrinelli y Harper Collins y que será publicada próximamente en doce lenguas. Si curioseo entre las portadas varias que ya se anuncian, y que ostentan fotografías envueltas en un sugestivo halo de misterio, advierto que se trata de la clase de libro que yo no compraría jamás, ni siquiera con una pistola en la sien. Se nos dice también que los derechos cinematográficos han sido vendidos ni más ni menos que al productor de la trilogía de Larsson, tan celebrada y, para qué negarlo, tan rentable. Es evidente que autora y agente están haciendo un excelente business (¡y yo que me alegro!).

Como ya digo ese tipo de literatura no es santo de mi devoción, y ni siquiera despierta en mí un mínimo de curiosidad, lo admito, aunque me alegra pensar en esos miles de lectoras y lectores aficionados a la cultura del best seller que en fechas próximas dedicarán tardes y tardes a leer esa trama a ciencia cierta trepidante (dichos lectores suelen ser lentos y los libros les duran semanas o incluso meses). Dejarán pues de ocupar por un rato los centros comerciales, o bien dejarán de contemplar cual borregos algunos programas de tele basura de los que son fervientes seguidores; por no hablar de las series que últimamente alcanzan picos de audiencia inusitados y que tienen como principal objetivo invitar a vivir vidas ajenas y a olvidar la propia.

Aquí tendría que entonar un mea culpa por no imaginar al lector y a la lectora de best sellers como amantes de las prendas de cachemira, aficionados a citar a Shakespeare y Flaubert en sus lenguas originales, cultivados colecionistas de atardeceres sublimes y pinacotecas penumbrosas, o devotos de los aforismos de Lichtenberg. Me consta que el perfil del lector y la lectora de best sellers es disparejo y variado, y que no me mueve más que la displicencia y cierta altanería a imaginarlos como individuos en chándal, comedores compulsivos de comida rápida y partidarios de las aglomeraciones y las modas vanales. Soy una aspirante a lectora secreta y a escritora maldita (¡alabados sea Oscar Wilde, Emily Dickinson y el mismísimo Alejandro Sawa!), y en mi condición me veo impelida a despreciar al lector de best sellers y a desconfiar de sus autores, aunque se forren, cosa que envidio y mucho.

Pensar en una escritora obediente, que acata sin rechistar los mandatos de su agente, me hace pensar en todo lo contrario, en el escritor rebelde que se niega a firmar en el Corte Inglés por una cuestión de estética y que jamás se sentaría junto a un personaje mediático el día de Sant Jordi. Este último suelen tener la VISA caducada por no haberla sacado de la cartera en mucho tiempo y su cuenta corriente emula el rojo de las señales de Stop. Es también un ser que gusta de despreciar a los nuevos ricos, llevar zapatos poco lustrosos y las coderas de los jerseys más bien desgastadas.

Recientemente la veterana escritora sueca Maj Sjöwall, quien recibió el Premio Pepe Carvalho en el Festival Barcelona Negra, no dudó en afirmar que hoy los autores se interesan sólo por el dinero. Me digo que es normal que lo hagan, cuando hace ya décadas que lo único que interesa al grueso de la población es eso, el dinero; ¿y qué son los escritores y las escritoras sino un puñado de mortales iguales al común de los mortales, como la inmensa mayoría hambrientos de lujos estériles y fondos de pensiones? Me digo también que, casi siempre, el interés de los creadores literarios por el dinero parece inversamente proporcional al interés de sus obras, de ahí que no pueda por menos que sospechar que la capacidad de obediencia de un autor o autora y su contrario, es decir, su capacidad de rebeldía y desobediencia, parezcan buenos indicadores del nivel literario de lo que escriben o dejan de escribir.

Por suerte viene la gala de los Premios Goya a levantarme el ánimo y, amén de contemplar con gran disgusto que los integrantes del cine español son grandes masticadores de chicle (¡Belcebú los castigue con dolorosísimas caries!), oigo por fin el cabreo y la rebeldía, el eco de la libertad. Quizás en estos tiempos afónicos, en el campo artístico las gentes del cine sean las únicas capaces de morder la mano que les da de comer. Y esa noche, después de haber pasado tres horas en la grata compañía de Eva Hache (como siempre fantástica), me voy a dormir tranquila sabiendo que aún quedan un puñado de artistas capaces de ponerse el mundo por montera si es necesario, aunque luego venga la derecha más rancia a intentar sacarles los colores. ¡Santa inocencia! Amigos de Intereconomía, ¿acaso piensan que los que tenemos dos dedos de frente hacemos algo más que reírnos de su patética prepotencia?