sábado, 1 de junio de 2013

6. GARRULISMO

A los partidarios de la LOMCE (Ley Orgánica para la mejora de la calidad educativa), que de educación parecen saber bien poco y aún menos de construcción del espíritu crítico (aunque sí al parecer del “espíritu nacional”), en lugar de moverles el deseo de devolvernos a todos a los oscuros años cuarenta (cuando los maestros adoctrinaban a los alumnos a base de reglazos), debiera moverles la preocupación por el creciente garrulismo, que se extiende por la piel de toro como una mancha de aceite y alcanza cotas que ni el Everest. Basta abrir bien los oídos en las calles, en los transportes públicos y en ciertos programas de televisión.

A propósito de dicho invento (que al parecer nuestros niños y niñas visionan una media de cuatro horas al día), en una reciente visita a España Umberto Eco afirmaba que en su país la televisión, por muy berlusconizada que estuviera, había enseñado a los italianos de extracción social más baja a comunicarse en una lengua estándar, cosa que consideraba un gran avance. Ciertamente visto así lo es, aunque por tratarse de un semiótico la suya me parece una apreciación algo simplista. Yo más bien diría que la reciente televisión, aquí y allá, en España y en Italia (donde se me antoja incluso peor que aquí), lo que está haciendo es adulterar el aprendizaje de las capas de la población menos preparadas, que viene a ser como enseñar a un niño a hablar una lengua brindándole tan sólo una larga lista de improperios e insultos: hablará la lengua, cierto, e incluso con soltura, pero con la boca muy sucia.

Quienes somos alérgicos a la mala educación, pero que aún así no tenemos la suerte de padecer severas sorderas (y sí en cambio gustamos de pasearnos por las variadas veredas de la vida: léase centros urbanos, barrios populares, metros y demás lugares de pública concurrencia), últimamente vemos que la cosa va a peor. Los habitantes de nuestro terruño nunca brillaron precisamente por sus exquisitos modales, pero ahora más que nunca lo que se ve y se oye chirría de un modo alarmante, pues los garrulos despliegan sus plumas con el orgullo de quien acaba de comprarse un Rólex falso: se comunican a gritos a base de procacidades (Sánchez Ferlosio no escribiría hoy El Jarama sino El Guarrama), se arrellanan en los trenes y demás como si estuvieran en sus casas y no paran de incordiar allí donde van. Son los hijos de “Gran Hermano” y de cosas peores. La otra noche, en un restaurante, incluso hubo que llamar a los Mossos d’Esquadra porque un par de tarugos insistía en tirar comida a las mesas vecinas al tiempo que insultaban a quienes les recriminábamos su simiesco comportamiento.

A propósito de esta nueva tribu la escritora Ángeles Caso, que siempre me ha parecido muy sensata, se hacía la siguiente reflexión: "Quizá la diferencia es que antes no las veíamos públicamente. Formaban parte de la multitud silenciosa. No aparecían en los medios de comunicación o en las creaciones culturales, salvo para ser objeto de burla. Y si se mostraban discretos en vez de deslenguados, a menudo era más por sumisión que por educación: sumisión al señorito, al cura, al amo o a la policía, ante quienes debían por fuerza fingir <buenos modales>. Lo único diferente respecto al pasado es que ahora pueden exhibirse tal y como son, y que muchos les aplauden por ello" (“La buena educación”, La Vanguardia 2/02/2012).

Esos sumisos de antaño (que no lo eran por gusto sino por obligación y que son quienes más debieran haber ganado con los recientes avances históricos), han tenido hijos y nietos que podemos considerar, aunque suene fatal, el fruto podrido del progreso. Son en cierta medida el “hombre-masa” de Ortega y Gasset, consagrados a “la libre expansión de sus deseos vitales”, que actúan como dueños del mundo e ignoran el valor de los esfuerzos que los han llevado hasta una vida más digna que las que llevaban sus mayores. Son pues los daños colaterales de un sistema democrático que no ha sabido entender que, una vez asegurados el pan para todos y la libertad de expresión, lo que había que evitar era dejar a la deriva a un porcentaje de ciudadanos que por sus propios medios no eran capaces de construirse como seres sociales civilizados (ya fuera por falta de costumbre familiar, por sus pocas luces o por su ausencia absoluta de sensibilidad).

Y es por ello y para ello (porque todos los ciudadanos tenemos derecho a crecer en el respeto al prójimo, a saber comportarnos en sociedad y a no ir por la vida lanzando graznidos como irracionales), que se impone una reforma educativa; no porque tengamos que competir con Europa, no porque nuestros índices de fracaso escolar estén por debajo de la media, no porque se imponga la absoluta necesidad de dominar el inglés. Para ir por la vida hace falta saber sentarse educadamente en un tren, salir a hablar por teléfono a las plataformas para no molestar a los demás, respetar el espacio del vecino y preservar su tranquilidad. Sin eso, ni siquiera con acento de Oxford se puede avanzar ni un milímetro, y mucho menos podrá convertirse uno o una en un individuo preparado y solvente capaz de enfrentarse al futuro.

Así que, harta de topar a diestro y siniestro con individuos vestidos con un mal gusto atroz, que utilizan expresiones que ni en el trullo y a los que el mañana no depara más que un traumático suspenso colectivo, quien esto escribe propone en lugar de la LOMCE (que por suerte muchos ansiamos cercenar de raíz), un nuevo enfoque legislativo al que podríamos bautizar como LOEGCI (Ley Orgánica para la erradicación del garrulismo con carácter inmediato). En tiempos como estos, en que se proponen iniciativas tan absurdas como la denominación de “lapao”, no creo que desentone mucho.