Se dice que las mujeres tienen/tenemos el mes
cuando tienen/tenemos la menstruación, pero no es esa clase de mes el que nos
ocupa en estas líneas, sino el llamado mes de la mujer, el mes de marzo, aquel
en el que se celebra el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, que para
quienes no lo sepan -que me temo que son aún muchos- es el 8 de marzo.
¿Y por qué un Día de la Mujer y, por
extensión, un mes de la mujer? Pues porque es necesario, así de claro. Porque
los agravios contra las mujeres han sido tantos que qué menos que regalarles/regalarnos
un día en que ellas/nosotras sean/seamos las protagonistas. ¿Acaso no existe el
Día de los Enamorados o el Día Mundial de la Naturaleza? ¿Incluso el Día
Mundial de la Poesía, el Día Internacional de Jazz o el Día Mundial del Libro,
que es por supuesto el 23 de abril? Hasta existe un Día Mundial sin Tabaco o un
Día Mundial de los Océanos. ¿Para cuándo un Día Mundial de las Cosas sin
Importancia o de las Caricias aún por Recibir?
Que sea necesario, que venga a paliar tantos
infelices desencuentros, no quita que la existencia de esta celebración levante
polémica y más últimamente, cuando el feminismo pugna por trocar su faz por
otra mucho más acorde con los tiempos, que le sacuda de encima definitivamente
la mala prensa y lo encauce hacia su objetivo último, obtener de una vez por
todas la tan ansiada igualdad, que parece que se resiste con uñas y dientes a
hacer acto de presencia.
¿Ha quedado obsoleto el 8 de marzo, se trata
acaso de una efeméride discriminatoria? Y de ser así, ¿seguir celebrándolo
resulta contraproducente? No aspiro a poseer la respuesta, sino tan sólo a
plantear la pregunta. Y es que en esta discusión está en juego el concepto de
discriminación positiva, que nadie duda que podría haberse bautizado con una
palabreja alejada de esa temible carga negativa. Pero las palabras no las carga
el azar, ni siquiera la etimología, sino nosotros mismos; y en nuestras manos
está hacer que en la expresión "discriminación positiva" pese más el
adjetivo que el sustantivo.
Por ahora, antes de que alguien borre del
mapa dicha efeméride, las chicas que pasamos media infancia y media adolescencia
en un colegio de monjas, arrumbamos el mes de María -del que confieso tener un
muy nebuloso recuerdo- y nos aferramos a este marzo reivindicativo y festivo,
en el que se rinde homenaje no ya a una mujer concreta, real o ficticia, sino a
todas y cada una de las mujeres que habitan el planeta: altas y bajas, gordas y
flacas, rubias y morenas, negras y blancas, simpáticas o antipáticas, tacañas o
generosas, vagas o trabajadoras, confiadas o recelosas, fieles o adúlteras...
No queriendo sumarle al diccionario más
lastres de los que ya posee de motu
proprio, yo personalmente prefiero pensar que tras tantos bofetones al
talento de las mujeres, a su valía y a su autoestima, tras tantas injusticias,
al menos se nos celebra un día al año, un mes al año. Quisiera pensar pues que no
celebramos a las mujeres el Día de la Mujer, el Mes de la mujer, para
olvidarlas los once restantes meses del año; y que, por el contrario, esa
celebración tiene una doble función terapéutica, por un lado curar las heridas
colectivas de las mujeres (que lo merecen/lo merecemos) y, por otro, recordarle
al resto de la humanidad, a ese otro 50%, que ninguna clase de discriminación,
por muy arraigada históricamente que esté, merece más que el oprobio.
Debo confesar, sin embargo, que cuando el
pesimismo se apodera de mí y afloran desafiantes los datos de la desigualdad,
propinándome una sonora bofetada, me da por pensar que quizás el Día de la
Mujer y, por extensión, el Mes de la Mujer, son una pésima idea que tuvo un
buen día alguien que en su fuero interno sólo ansiaba que las cosas siguieran
igual; quiero decir igual de mal.