sábado, 29 de noviembre de 2014

19. ENMIENDA AL TOTALITARISMO CULTURAL

Dejando de lado las muchas desavenencias de orden político y económico que nos asolan, que haríamos bien en resolver antes de que el caos y el siglo XXII se ciernan sobre todos nosotros (¡queridos políticos, apeen sus egos y sus intereses crematísticos en beneficio de todos!), se me antoja que amén de una Transición claramente defectuosa (llena de costuras y heridas aún por restañar, a tenor del poco interés que tienen algunas ideologías en dar puerta definitivamente al pasado), valdría la pena detenerse (aunque fuera para ventilar el ambiente) en el mal encaje cultural que arrastramos, no desde esa Transición coja sino desde mucho antes.

Días atrás Sergio Vila-Sanjuán, en su tribuna del “Cultura/s” de La Vanguardia, invitaba al pluralismo con el espíritu constructivo del que carecen muchos de los articulistas que incitan a la unidad de la patria, al federalismo o a lo que sea que no sea que Cataluña se autogestione (cosa que alegan acarrearía consecuencias nefastas, como la expulsión sine die de Europa –snif- o la estrepitosa bancarrota –otro snif-). En dicho artículo, “Pluralismo cultural español y catalán”, expone el fracaso de la idea de España como nación de naciones, que ha acarreado que  sean muchos los españoles que “no acaban de ver como suyas las culturas en lengua no castellana, contra lo que pretendía ya en el siglo XIX don Marcelino Menéndez y Pelayo”.

En él invita también a tomar medidas que propicien un mejor entendimiento entre idiosincrasias y, sobre todo, entre las diversas lenguas co-oficiales y la lengua oficial por excelencia; a saber, un reparto más justo que el actual (que no es difícil) en los órganos máximos del capital simbólico cultural. Propone por ejemplo que en los paneles informativos del Museo del Prado tengan presencia el catalán, el gallego y el euskera. O que los premios nacionales del Ministerio de Cultura afinen “sus mecanismos para reconocer de forma más habitual a autores en lenguas no castellanas”, cosa que añade hace difícil la actual composición de los jurados. Por no hablar de la educación: tacaña en pluralidad en el conjunto del territorio y, a su entender, demasiado generosa en monolingüismo catalán en Cataluña. Estoy de acuerdo en casi todos los puntos.

¿Era Camus quién decía que la cultura no nos hace mejores pero sí más libres? Mientras, por el contrario, la incultura nos relega a la condición de dúctiles y moldeables cerebros de plastelina. La cultura se empieza tejiendo con los mimbres de lo que uno tiene en casa, en su calle, en su barrio; amando las lecturas de infancia, las músicas de juventud, los estímulos artísticos que nos acompañan por las calles de nuestra ciudad. Renuentes a que bebamos de esas fuentes, algunos de nuestros próceres (muy poco leídos, muy incultos) insisten hoy de manera encendida en condenar cualquier atisbo de apego hacia lo propio (siempre que no sea el suyo), entendiendo por propio aquello que se mama en la familia, en las costumbres populares, en la cultura local. ¿Por qué entonces no sólo permiten sino que alientan en nuestros conciudadanos la militancia en el hooliganismo de los colores deportivos llevados al extremo?

A mí, en cambio, se me antoja de una gran salud mental que a los andaluces les pirren Lorca y Camarón, a los catalanes Maragall, Lluís Llach y Raimón, a los gallegos Rosalía y Cunqueiro, y a los vascos de críptica lengua (pero no por ello menos digna) su Zubiri, su Chillida y su “Peine de los vientos”. Sólo esos amores incondicionales y nada racionales por lo que es propio, permiten edificar desde la razón culturas sólidas que nos hacen la vida mejor y, sobre todo, que nos hacen más libres. Entonces sí, ansiaremos compartir nuestros afectos con el vecino (al tiempo que este despierta nuestra curiosidad por los suyos) y se alumbrarán entonces los amores prestados de tan gloriosa memoria como la novela F. (Gabriel Ferrater) de Justo Navarro.

Tal vez, pues, si pensamos de una vez aquí la cultura como una suma de  identidades y de amores incondicionales que ansían ser compartidos, resolveremos las grandes disputas que llevan a muchos, y con razón, a dolerse de desaires y vilipendios. “I’m a catalan”, dijo el maestro Pau Casals en la sede de la ONU allá por 1971. No quiero un país donde decir eso esté mal visto, sino que quiero un país donde cada cual pueda sentir la identidad que le apetezca sintiéndose bien acogido. Es más, un país que no sólo no cercene sentimientos identitarios históricos y culturales, sino que no los vea como una amenaza sino como lo que realmente son, cultura.

Para ello se hace preciso lo que hasta hoy no hemos tenido: un gran pacto de Estado en materia de educación y no esta cultura institucionalizada, censora y fosilizada a la que asustan novelas como Victus. Claro que, si la cultura nos hace más libres, no hace falta ser Einstein para saber que lo que les pasa a buena parte de nuestros próceres es que no tienen ningún interés en que seamos más cultos, es de suponer que para seguir practicando el trilerismo con que nos vienen gobernando.

18. A FAVOR O EN CONTRA


Al cumplir los cuarenta, uno empieza a entender que ir en contra de las cosas no tiene sentido y que, por el contrario, es yendo a favor de ellas donde puede uno/una alcanzar sus objetivos. O al menos eso me ha sucedido a mí, que nací muy refunfuñona, y parece que le haya sucedido al independentismo catalán, que está dando un ejemplo de excelente organización y mejor marketing que ya quisieran para sí los ecologistas, los pacifistas, las feministas (entre las que me incluyo, aunque sea también pacifista y ecologista) o cualquier otro grupo de personas reunidas en torno a una idea común.

¿Para qué luchar contra el capitalismo si se puede luchar a favor del anticapitalismo, para que luchar contra los combustibles fósiles cuando se puede luchar a favor de las energías renovables, para qué ir contra el patriarcado si se puede ir a favor de la igualdad de género? Me dirán que es lo mismo y les diré que se equivocan: ¡de la úlcera de estómago a la sonrisa perenne hay un abismo! Y quienes tenemos tendencia a divisar de lejos las injusticias, creer en nuestro derecho a exigir el buen funcionamiento de las cosas y no tolerar abusos, lo sabemos mejor que nadie. Cansa ir por la vida poniendo reclamaciones, riñendo a los camareros que pasan de ti olímpicamente y pidiéndole al caballero rumano que atrona con su acordeón el vagón de metro que se vaya, nunca mejor dicho, con la música a otra parte.

¡Aleluya, los miles y miles de libros dedicados al algodonoso mundo de la autoayuda, donde básicamente se dicen obviedades, han servido de algo y los centenares de coaches que han aflorado como setas en los últimos tiempos no están precisamente en el paro! Al menos en Cataluña, donde por lo alto o por lo bajo un millón y medio de catalanes (no nos ocuparemos aquí de la espinosa cuestión de los recuentos) comparten ahora un sueño. En Madrid y alrededores parece que esos libros tienen poca salida y que los coaches se comen los mocos. Y es una pena, porque no facilita nada el diálogo. Por no hablar de que, dejando de lado las inevitables manifestaciones de carácter luctuoso (como fue el caso de la más que multitudinaria celebrada en Barcelona con motivo del asesinato de Ernest Lluch), las que obtienen mejores resultados son aquellas de carácter optimista.

Y es por haber sabido trocar el enfado en ilusión que ahora arrasa entre la población la opción soberanista, que hasta anteayer lastraba una notable carga de pesimismo. Por eso, y no por otra cosa, el independentismo catalán luce una cara tan saludable y los que están contra el independentismo parecen arenques en vinagre. La prueba del algodón es que las amables gentes con que yo trato en el enclave rural donde vivo están encantados sabiéndose partícipes de un movimiento civil pacífico, compartiendo con centenares de miles de personas ideas y sentimientos; mientras los que piensan distinto y creen en la unidad de las Españas (¿las Españas?) tan sólo gruñen y no ofrecen nada, como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. ¿Por qué no se animan al menos a ensalzar el chorizo pamplonica y las yemas de Santa Teresa, el cochinillo de Segovia y el jamón de Guijuelo?

Bien es cierto, como escribía el sabio Jordi Llovet en El Quadern de El País (“Política i religió”, 18/09/2014), que las últimas tres Diadas no han sido otra cosa que liturgias masivas y que dicho movimiento no deja de ser una “religión de sustitución” (como nos recuerda que la llama la sociología). Cierto, ciertísimo. Pero todos los movimientos de masas de algún modo u otro lo son; por el contrario, no hay más religión en seguirse a un mismo que el afán de ir por libre. Y si casi todos, enemigos acérrimos de la soledad, necesitamos vivir bajo el paraguas de algo parecido a la religión, mejor que consagremos ese instinto a intentar ordenar nuestro presente, que ya son muchos los que adoran dioses que sólo existen en su imaginación o mismamente a sus ídolos futbolísticos.

No creo que perseguir como la marea blanca una buena sanidad o como la verde una buena educación, ni tampoco una España centralista o una España federada o una Cataluña aliada de España pero no convertida en mera autonomía, sea peligroso en ningún caso, o al menos no más que ir a buscar a Lourdes remedio a algún mal incurable o ponerse cara a la Meca para que Alá nos proteja. Claro que, ¿qué pueden parecernos los manifestantes de uno y otro signo si el deporte practicado por el gobierno, por un lado, y por los medios conservadores, por otro, es negar la realidad? Déjense de kate surf, de paddle surf o de flyboard…. Ahora el deporte de moda es negar la mayor y decir con toda la cara dura que ya se avistan mejoras sustanciales en el horizonte; un método ideal para convencer a la gente de que no hace falta salir a las calles, ni cambiar la constitución, ni abogar por una nueva concepción de Europa, y también muy adecuado para acabar dando con los huesos en un psiquiátrico.

Quienes nos mandan con la ceguera de los rocines que dan vueltas a un molino, se hacen los suecos para que a esta crisis cruel propiciada por un capitalismo sin escrúpulos y por la mala gestión (su mala gestión) de los recursos públicos, que se ha traducido en paro, hambre y miseria, le suceda como al traje del emperador, que sólo lo veía quien fingía verlo. Por no importarles, no siquiera les pesa la evidencia de que en un país vecino, Escocia haya podido votar democráticamente con qué reglas jugará los próximos años de su historia. Aluden a no se sabe qué sacrosantos impedimentos legales y al azote de un tal Atila llamado Artur (cuyo nombre pronuncian curiosamente a la inglesa), quien quiere romper lo que el Cid Campeador tanto luchó por unir. ¿Deliran? Creo que sí. Nadie en su sano juicio se pone a recomponer (a “reconquistar”) aquello que tan fácilmente ha dejado desmoronarse en las últimas décadas. Pero ojo, amigos de la inmovilidad y la adoración de los crasos errores de la Transición, que el problema va más allá de Cataluña y de una cuestión meramente territorial.

Antes o después habrá que entender que al igual que el mayo del 68 fue propiciado por una crisis económica y le dio el golpe de gracia al imperialismo, sobre el disfuncional capitalismo salvaje se cierne la espada de la razón y el bien común, la democracia participativa y el exigente control de los mecanismos que propician desde los abusos de poder hasta la corrupción política. Y como dicen los manuales de autoayuda, habría que irse aplicando el cuento de “piensa bien y te sentirás mejor”.

Me llega de la librería anticuaria asturiana Galgo, a modo de obsequio, un encantador opúsculo con el Breve discurso sobre las operaciones que el hombre incombustible ha manifestado al público en Madrid, año de 1806. Se narran en él las aventuras de Faustino Chacón, hijo de un quincallero e incombustible al fuego. Créanme todos si les digo que los sueños son siempre incombustibles, pero las pesadillas tienen fecha de caducidad y la nuestra, nuestro 25% de paro y la creciente desigualdad social, algún día caducará.