Dejando de lado
las muchas desavenencias de orden político y económico que nos asolan, que
haríamos bien en resolver antes de que el caos y el siglo XXII se ciernan sobre
todos nosotros (¡queridos políticos, apeen sus egos y sus intereses
crematísticos en beneficio de todos!), se me antoja que amén de una Transición
claramente defectuosa (llena de costuras y heridas aún por restañar, a tenor
del poco interés que tienen algunas ideologías en dar puerta definitivamente al
pasado), valdría la pena detenerse (aunque fuera para ventilar el ambiente) en
el mal encaje cultural que arrastramos, no desde esa Transición coja sino desde
mucho antes.
Días atrás
Sergio Vila-Sanjuán, en su tribuna del “Cultura/s” de La Vanguardia, invitaba
al pluralismo con el espíritu constructivo del que carecen muchos de los
articulistas que incitan a la unidad de la patria, al federalismo o a lo que
sea que no sea que Cataluña se autogestione (cosa que alegan acarrearía
consecuencias nefastas, como la expulsión sine
die de Europa –snif- o la estrepitosa bancarrota –otro snif-). En dicho
artículo, “Pluralismo cultural español y catalán”, expone el fracaso de la idea
de España como nación de naciones, que ha acarreado que sean muchos los españoles que “no acaban de
ver como suyas las culturas en lengua no castellana, contra lo que pretendía ya
en el siglo XIX don Marcelino Menéndez y Pelayo”.
En él invita también a tomar medidas que propicien un mejor entendimiento entre idiosincrasias y, sobre todo, entre las diversas lenguas co-oficiales y la lengua oficial por excelencia; a saber, un reparto más justo que el actual (que no es difícil) en los órganos máximos del capital simbólico cultural. Propone por ejemplo que en los paneles informativos del Museo del Prado tengan presencia el catalán, el gallego y el euskera. O que los premios nacionales del Ministerio de Cultura afinen “sus mecanismos para reconocer de forma más habitual a autores en lenguas no castellanas”, cosa que añade hace difícil la actual composición de los jurados. Por no hablar de la educación: tacaña en pluralidad en el conjunto del territorio y, a su entender, demasiado generosa en monolingüismo catalán en Cataluña. Estoy de acuerdo en casi todos los puntos.
¿Era Camus quién decía que la cultura no nos hace mejores pero sí más libres? Mientras, por el contrario, la incultura nos relega a la condición de dúctiles y moldeables cerebros de plastelina. La cultura se empieza tejiendo con los mimbres de lo que uno tiene en casa, en su calle, en su barrio; amando las lecturas de infancia, las músicas de juventud, los estímulos artísticos que nos acompañan por las calles de nuestra ciudad. Renuentes a que bebamos de esas fuentes, algunos de nuestros próceres (muy poco leídos, muy incultos) insisten hoy de manera encendida en condenar cualquier atisbo de apego hacia lo propio (siempre que no sea el suyo), entendiendo por propio aquello que se mama en la familia, en las costumbres populares, en la cultura local. ¿Por qué entonces no sólo permiten sino que alientan en nuestros conciudadanos la militancia en el hooliganismo de los colores deportivos llevados al extremo?
A mí, en cambio, se me antoja de una gran salud mental que a los andaluces les pirren Lorca y Camarón, a los catalanes Maragall, Lluís Llach y Raimón, a los gallegos Rosalía y Cunqueiro, y a los vascos de críptica lengua (pero no por ello menos digna) su Zubiri, su Chillida y su “Peine de los vientos”. Sólo esos amores incondicionales y nada racionales por lo que es propio, permiten edificar desde la razón culturas sólidas que nos hacen la vida mejor y, sobre todo, que nos hacen más libres. Entonces sí, ansiaremos compartir nuestros afectos con el vecino (al tiempo que este despierta nuestra curiosidad por los suyos) y se alumbrarán entonces los amores prestados de tan gloriosa memoria como la novela F. (Gabriel Ferrater) de Justo Navarro.
Tal vez, pues, si pensamos de una vez aquí la cultura como una suma de identidades y de amores incondicionales que ansían ser compartidos, resolveremos las grandes disputas que llevan a muchos, y con razón, a dolerse de desaires y vilipendios. “I’m a catalan”, dijo el maestro Pau Casals en la sede de la ONU allá por 1971. No quiero un país donde decir eso esté mal visto, sino que quiero un país donde cada cual pueda sentir la identidad que le apetezca sintiéndose bien acogido. Es más, un país que no sólo no cercene sentimientos identitarios históricos y culturales, sino que no los vea como una amenaza sino como lo que realmente son, cultura.
Para ello se
hace preciso lo que hasta hoy no hemos tenido: un gran pacto de Estado en
materia de educación y no esta cultura institucionalizada, censora y fosilizada
a la que asustan novelas como Victus.
Claro que, si la cultura nos hace más libres, no hace falta ser Einstein para
saber que lo que les pasa a buena parte de nuestros próceres es que no tienen
ningún interés en que seamos más cultos, es de suponer que para seguir practicando
el trilerismo con que nos vienen gobernando.