viernes, 28 de febrero de 2014

13. SÍ AL DIÁLOGO

Los parlanchines somos un peligro para las reuniones sociales, pero también un alivio para los largos silencios. Si no padecemos el mal de la verborrea, sino el gusto por la buena charla, somos capaces de animar cualquier reunión o de sacarle punta a cualquier situación anodina, incluidos los ascensores (esos lugares donde la meteorología alcanza rango filosófico). Desconfía de las personas demasiado silenciosas, me digo a veces, porque por una que calla por mera prudencia, hay mil que no tienen absolutamente nada que decir.

Me hallaba el otro día en una cena la mar de animada, en la que la mayoría de los comensales eran tertulianos de programas de radio y televisión, y tal era el guirigay (en el buen sentido de la palabra), que la señora de la casa –también tertuliana ella- acabó diciendo que parecía que estuviéramos en antena intentando arreglar el país. Aunque la nuestra era una charla muy constructiva, en la que gracias al buen rollo y a las bondades del bendito alcohol (que en dosis adecuadas es un invento genial), personas de ideologías muy distintas pasaban una velada estupenda sin miedo acabar con un ojo a la virulé, cierto es que a día de hoy en los debates que vemos en los medios de comunicación hay más ruido que intercambio de impresiones.

Se diría que la total falta de diálogo preside el panorama actual, e incluyo aquí el mismísimo Congreso de los Diputados, donde hace años que se vive una acritud y una falta de voluntad constructiva que merecería un análisis en profundidad. En lo que respecta a los medios de comunicación, está visto que frente a la voluntad de eso, de diálogo, prima el encono, cosa que en nada beneficia al oyente o espectador, quien pacientemente aguarda, en su casa, a que la sana costumbre de la charla amable (que sobrevive aún en los bares y en los bancos de las plazas) vuelva a ponerse de moda. Siendo como son los media vehículos para la educación de la ciudadanía, cabría pensar que hoy a esta se la entrena en la absoluta falta de cortesía, lo que dice muy poco de la calidad de los media y menos aún de sus aspiraciones, que debieran ser exclusivamente legítimas, y entre las cuales jamás debiera contarse el prurito aborregador.

Y es por ello, visto el naufragio en que deviene la batalla campal dialéctica de que somos testigos a diestro y siniestro, que o volvemos a las costumbres del ágora griega o animamos a bajar aún más el precio de los gintónics en el bar del Congreso de los Diputados (en realidad de los diputados y las diputadas; el sexismo en el lenguaje, ya saben), al tiempo que enviamos unos cuantos sacos de boxeo a emisoras de radio y televisión para que sus contertulios descarguen la ira antes de empezar a opinar. Y es que, al contrario de lo que abunda, en una charla con personas que no piensan como tú, siempre debiera suceder aquello que formulaba Gadamer: “ Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo”.

Desde los diálogos platónicos (diálogos en los que Sócrates suele ser el interlocutor), el afán verbal y comunicador de la Humanidad ha pasado por fases bien distintas, incluidas unas cuantas guerras civiles. Dejando de lado por su carga religiosa la filosofía del diálogo impulsada por el austríaco Ferdinand Ebne y seguida por Martin Buber; y también soslayando la dialéctica de Hegel, que abogaba por un pensamiento donde tenían cabida las contradicciones y que al citado Gadamer le parecía “una fuente de constante irritación”; y sin entrar en la dialéctica marxista, no tendría que ser mucho pedir que en una sociedad democrática fuéramos todos capaces de poner en común pensamientos dispares con espíritu constructivo, o lo que es lo mismo, con la voluntad de que la dialéctica recuperara su sentido original, dado que procede del griego dialectiké (arte de la conversación).

Arte de la conversación que no sólo debiera referirse a tratar al otro con la debida consideración, ni a respetar escrupulosamente los turnos de palabra, aunque ambas cosas no estén de más, sino a aceptar la disparidad de criterios desde la tolerancia y no desde la crispación. Porque se diría que somos pocos los que tenemos la costumbre de no ofendernos cuando nuestro contertulio o contertulia piensa exactamente lo contrario de lo que nosotros pensamos, y estamos encantados de que sea capaz de contarnos por qué piensa lo que piensa y, caso de no justificar ningún crimen de lesa humanidad, podemos seguir sentados tranquilamente a la misma mesa sin dar muestras de visible incomodidad. Ojalá aquí y ahora fueran muchos los que creyeran en el valor del diálogo di per se , como vehículo de entendimiento. ¡Con lo divertido que resulta bromear con alguien que piensa exactamente lo contrario que tú!

A hora que se cumple el 75 aniversario de la muerte de Antonio Machado, no está de más recordar unos versos suyos que dicen: “Para dialogar, preguntad primero; después…, escuchad”. “¡Viajar! ¡Perder países! / ¡Ser otro constantemente, / por el alma no tener raíces / y vivir viendo, solamente!”, decía Pessoa. Dialogar, perder prejuicios…

sábado, 1 de febrero de 2014

12. FUGA DE TALENTOS Y OTRAS FUGAS

Este año hace un siglo que estalló la Primera Guerra Mundial, hace justo tres siglos que Barcelona fue ocupada por las tropas de Felipe V en la fase final de la Guerra de Sucesión (como no se cansa de repetirnos a diestro y siniestro el gobierno catalán) y es también el 75º aniversario de la entrada de las tropas franquistas en la ciudad de Barcelona, ocupación con la que definitivamente el legítimo gobierno republicano perdió la guerra. ¡Quién iba a decir que el 2014 iba a dar para tanto!

Sin contar a los muchos que empezaron a marcharse del país al estallar la Guerra Civil, en el 36, o que lo hicieron durante la contienda, con el final de la misma y la imposición del franquismo la cifra de exiliados se incrementó de un modo más que sustancial. Así, en los primeros meses de 1939 abandonaron España no por gusto, con lo puesto y dejando atrás familias escindidas, se calcula que medio millón de ciudadanos y ciudadanas.
Esa huida masiva duró pues tres años que se hicieron eternos, en los que hombres y mujeres sin más culpa que querer vivir en paz y en libertad se lanzaron a un camino de desgarro e incertidumbre. Entre ellos hubo también un montón de intelectuales, destinados a instalarse en las vecinas Francia e Italia, o bien en los lejanos México, Chile, Argentina o Estados Unidos. “Qué sabios eran los griegos; no te mataban, te exiliaban”, decía la gran actriz catalana Margarita Xirgu, que aún deseándolo jamás volvió de su exilio hispanoamericano.

Ahora que se calcula que desde 2008 han abandonado el país unas 700.000 personas censadas, quizás valga la pena detenerse en los que ahora se marchan sin quererse marchar, como hicieron aquellos españoles en su mayor parte cruzando la frontera francesa, es decir los Pirineos, a veces en lo más crudo del crudo invierno. De esos 700.000, se calcula que 300.000 son jóvenes, y una parte sustancial de ellos jóvenes universitarios en busca de su primer empleo.

Respecto a aquellos que llevan bajo el brazo mejores calificaciones y mejor preparación, y que ya habían aquí demostrado con creces su valía en campos tan dispares como necesarios para el desarrollo de un país, se habla de “fuga de talentos o de cerebros”: gentes altamente calificadas formadas aquí que, por falta de oportunidades, se marchan allá, generando en consecuencia una pérdida notable de capital social.
Talentosos científicos, talentosos diseñadores, arquitectos, artistas… y también talentosos estudiantes hartos de enviar su currículum a centenares de destinatarios sin que nadie se digne siquiera a contestarles un triste “Gracias por ponerse en contacto con nosotros. Entraremos sus datos en nuestra base… de datos”. Y hartos también, en muchos casos, de trabajar de becarios en condiciones precarias y con una expectativas laborales inversamente proporcionales a sus aptitudes.

Jóvenes con cinco idiomas que se van a hacer de pizzeros a donde sea. O bien investigadores brillantes (expertos en células madre, en nanotecnología, en biocomputación, en astrobiología o mismamente en energías renovables, que tanta falta nos hacen) que han visto cómo se cerraba el grifo de sus respectivos proyectos y que no han tenido más remedio que hacer las maletas, que ahora ya no son de cartón sino que empujan las ruedas y refulgen en las cintas de los aeropuertos. En Harvard, en Berkeley y en otros sitios semejantes recogerán los frutos de esos ninis de la ciencia cuyas trayectorias en España quedaron suspendidas en el limbo.

El panorama aquí es desolador y nadie parece entender que sin invertir en educación y en investigación nuestra suerte está echada… directamente al cesto de los perdedores. Ni siquiera ha servido para garantizar la continuidad del CSIC que este verano se entregaran al gobierno más de 200.000 firmas en su defensa. Se entregaron por cierto en un ministerio que se llama Ministerio de Economía y Competitividad, cuando de economía parece saber bien poco y, en cuanto a competitividad, tan sólo competirá en expulsar a más gente que Grecia o Portugal.

Al igual que a un montón de científicos repartidos por el mundo ostentando su acento patrio (el nuestro), al ritmo a que va el sector cultural ya me veo a futuros escritores nacidos en Albacete, Igualada o Alcorcón aupándose sobre otras lenguas que no son la suya para hacerse un hueco en el sector editorial del país en el que les haya tocado aterrizar. O a cineastas queriendo contar con actores daneses las delicias de la vida andaluza o las consecuencias de la tramontana. Así las cosas, para permanecer cuanto menos juntos en la desgracia, algunos estudiantes repartidos ya por muchos países han inventado la “Marea granate” (en alusión al color del pasaporte). Ya se sabe que las penas saben mejor en compañía.

Siempre con su corrosivo humor a cuestas (me niego a hablar de cinismo, no vaya a ser que me inhabiliten como a Garzón o como al juez Elpidio, que está al caer), el gobierno actual emplea la bonita expresión “movilidad exterior” –son palabras de la mismísima ministra de empleo, Fátima Báñez-, cosa que como es lógico enciende los ánimos de quieres preferirían no irse a ninguna parte y quedarse tranquilamente en sus casas. Por ende, la citada ministra se ha aficionado a repetir que conseguirá que los nuevos emigrantes vuelvan en un plazo razonable. Está visto que quiere que sean una generación perdida de ida y vuelta, aunque tal como está al patio acaso vuelvan para morir en su tierra, tras remontar como los salmones muy dificultosamente las aguas que con tanta facilidad los llevaron al mar.

Nuestros actuales gobernantes son unos pésimos gestores, cierto, pero no son tontos: está visto que ansían que el talento que ha huido con la crisis algún día no muy lejano regrese; pero no para compartirlo con la familia o para enriquecernos con lo que aprendieron fuera, sino tan sólo para rentabilizar este aprendizaje cotizando a la Seguridad Social, que es para lo que estaba destinado el dinero público que se gastó en ellos cuando aún se les consideraba mano de obra española. Nadie habla de que vayan a volver para perderse de nuevo en los pasillos de la falta de I+D o en el nulo interés por cualquier manifestación cultural, pues al parecer nuestro país dentro de unos años será, por arte de birlibirloque, distinto.

¿Sólo huye el talento en busca de mejores predios? De ningún modo, pues en los últimos años está bajando de un modo sustancial el padrón neto de extranjeros (INE), en especial con el regreso a sus países de origen de ecuatorianos, bolivianos, colombianos y rumanos, que mayormente realizaban aquí tareas en la construcción, la limpieza o la asistencia a niños, enfermos o ancianos. De perpetuarse esa tendencia, en nuestro país la emigración acabará superando a la inmigración en términos absolutos y España, que ha sido un país de inmigrantes, pasará a ser un país de emigrantes, como lo fue en los años 60 con los muchos trabajadores que se fueron a Suiza o a Alemania, como tan bien cuenta Carlos Iglesias en la película Un franco, 14 pesetas.

Esa mano de obra poco talentosa o poco preparada, y sin embargo tan necesaria para el equilibrio social, se marcha también porque aquí no llega a fin de mes: regresan a países de los que se fueron por obligación y que ahora les resultan mucho más acogedores que el nuestro. Está claro que hablamos de emigrantes y no de exiliados, como los hubo con la Guerra Civil. La pregunta es: ¿qué diferencia hoy a un exiliado de un emigrante si es el gobierno con su mala gestión el que se empeña en no generar el humus que un día les permitiría volver? Allí donde el franquismo se aferraba a sus leyes carpetovetónicas y a su espíritu de venganza, aquí el gobierno se aferra a su categórica falta de imaginación y de espíritu dialogante para sacarnos del hoyo.

Me viene a la memoria la seria crisis agraria que empujó en España, a mediados de la Primera Guerra Mundial, a una oleada migratoria sobre todo con destino Francia que diezmó considerablemente la población activa. Y la zoquetería del gobierno me hace pensar en lo que sucedió en la primavera de 1918, cuando el gobierno liberal en el poder anunció que a partir de entonces el pan de kilo pesaría 800 gramos: ¡toda una acrobacia! Dando gato por liebre, las consecuencias no podían no ser, tal como fueron, nefastas. No quiero ni pensar en la posibilidad de que el actual gobierno se esté sirviendo de la misma calculadora con la que le daba a la tecla el ínclito Romanones, aunque demasiadas pistas nos dicen que es posible que así sea.