En esta tesitura, donde tan culpable es la publicidad sexista como otros condicionantes y estímulos de los que nuestra sociedad se nutre, la apariencia de esos chicos y chicas que siguen la estela de sus ídolos juveniles, no se revela una inocua manifestación de la moda, sino que oculta un trasfondo altamente preocupante: el de la perpetuación de los roles de dominación y sumisión. Ellos, machos dominantes, están ansiosos por ejercer su poder sobre las hembras sumisas, tiernas jóvenes vestidas con ropas ciertamente incómodas: cuñas altísimas, ropa super apretada, la larga melena que se come la semanada en suavizante y maquillaje a mansalva (por mucho que Sephora insista en la práctica del descuento). Patrones de conducta que se multiplican como los piojos, con nefastas consecuencias.
Y es que, como era de esperar, la propagación
de dicha dinámica ha llevado a hacer crecer la alarma por la violencia machista
en tan tierna franja de edad. Llueve para colmo sobre mojado, pues lo hace en un
país en el que el 10,7% de las mujeres ha sufrido maltrato alguna vez en su
vida, y en un país que desde 2010 ha bajado del puesto 11 al 30 en el ranking
de igualdad del Informe sobre brecha de género del Foro Económico Mundial.
¡Cómo para no preocuparse!
Las estadísticas advierten que aumenta la
cifra de chicas adolescentes acosadas por sus parejas y la Fiscalía de Menores
alerta del aumento de las causas judiciales por razones de violencia de género
en adolescentes de entre 15 y 17 años. Eso genera una realidad peligrosa, en la
que un 4% de las chicas han sido agredidas por el chico con el que salían (¡o
aún salen, socorro!). Mientras al parecer un 21% de los adolescentes cree
firmemente que los hombres no deben llorar bajo ningún concepto: metrosexuales
en apariencia que en lo más hondo ocultan machos alfa del Neandental. Poco que
ver, pues, con la idea de sociedad de la convivencia y de la igualdad que
debiera reinar en pleno siglo XXI.
Estos que viven sumergidos en roles
anticuados y mensajes contradictorios, son chicos y chicas que buena parte del
día, y de la noche, lo dedican a comunicarse a través de las nuevas
tecnologías, zambullidos en lo bueno y en lo peor de las redes sociales,
convertidas lamentablemente más en enemigos que en cómplices. Según las cifras
que ofrece un recientísimo estudio de la Complutense encargado por la
Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, un 25% de las chicas dice
que su novio las vigila vía telefónica: sexismo a golpe de Whatsapp, se llama
eso. Claro que también Twitter, Facebook & Cia son herramientas ideales no
sólo para saber qué hace nuestra pareja, sino también toda nuestra parentela y
todas nuestras amistades, siempre y cuando sean de los que se pasan el día
enganchados a las redes. No somos conscientes, pero estamos gestando una
generación de adictos a las pantallitas que devendrá en una generación de completos
autistas.
“La vida es eso que pasa mientras estás entretenido
mirando el Facebook”, hubiera dicho John Lennon de vivir en estos tiempos tan
necios en que vivimos, donde hasta el aparentemente más lúcido se dedica a
retrasmitir las conferencias a las que asiste o las películas que ve como si
nos importara un carajo. La desgracia es que las nuevas tecnologías, lejos de
ayudar a convertirnos en seres más libres, nos esclavizan. De ahí que sean un
feudo ideal para los celotípicos, esos celosos compulsivos que en todo momento
quieren saber qué hace ella y con quién va. Y aquí volvemos a los adolescentes,
que en las redes hallan la excusa perfecta para repetir esquemas de poder que
sus abuelos ya habían olvidado. La situación es tan grave, que ya se están
tomando medidas para la sensibilización y prevención en ese campo y la
Generalitat, por poner un caso, ha puesto en marcha el programa dirigido a
adolescentes “Amar no hace daño. Vive el amor libre de violencia”.
Resulta tan poco racional que a estas alturas
aflore esta problemática como que se repitan brotes de tuberculosis, una
enfermedad que parecía aquí ya erradicada. Y es por ello, por inesperada, que
la realidad de la violencia de género entre los más jóvenes no cuenta aún con
la concienciación necesaria. Hemos criados a los chicos y a las chicas no sólo
en un estado del bienestar que los hace muy poco aptos para desenvolverse en
tiempos peores, sino también en imaginarios colectivos donde el respeto al otro
deja muchísimo que desear y donde la igualdad de género brilla por su ausencia
y el sexismo asoma en cada esquina. Así, el concepto de amenaza o agresión
también ha quedado diluido a golpe de “Sálvame” o cosas peores. Si entre
compañeros de programa se llaman de todo, se insultan y hasta tienen costumbre
de llevar al otro al borde de las lágrimas, decirle a la novieta zorra,
calientapollas o corta mental debe de ser una caricia.
¿De quién es la culpa, pues, de que los
adolescentes, los jóvenes en general, estén repitiendo no lo que ven en sus
casas y en las calles sino en la televisión, esa pantalla que todo lo
magnifica? Mientras sus padres han aprendido a poner una lavadora y a cocinar,
y hace tiempo que establecen con sus parejas y sus compañeras de trabajo
relaciones de igualdad, ellos (con el cerebro aún moldeable) contemplan
anuncios en los que las mujeres usan tacones altísimos hasta para pasear el
perro y telediarios en los que las presentadoras son obligadas a usarlos;
contemplan programas de televisión en los que ellos parece que se vayan de
botellón y ellas estén a punto de entrar en un club de alterne; y ven películas
en las que sólo aparecen desnudos integrales femeninos, jamás masculinos.
Que aumente la violencia machista entre los
adolescentes es pues tan sólo el reflejo del machismo que se visiona en las
pantallas, la consecuencia no de una sociedad que ha ido a la deriva sino de
una sociedad que no ha sabido encarrilar sus elementos de sociabilización
(televisión, cine…) basándose en criterios de igualad de género. Y eso ha
sucedido por la sencilla razón de que esos criterios no estaban aún bien
asentados y no se ha priorizado en ellos como se hubiera debido. Pero son vidas
las que estás en juego, vidas truncadas como las de esas 700 mujeres que han
muerto en la última década a manos de sus parejas o ex parejas (42 en lo que va
de año), o las vidas de todas esas adolescentes que se harán mujeres sin saber
que su dignidad y sus derechos son iguales a los de sus compañeros.
Por culpa de las malditas pantallas, y del
mal uso que se hace de ellas, siguen saliendo vencedores, pues, los herederos
de siglos de machismo, esos que Ricardo de Querol (uno de los coordinadores del
blog “Mujeres“ de El País, donde colaboro) deja retratados en El posmacho desconcertado, editado por
El País.