Los parlanchines somos un peligro para las reuniones sociales, pero también
un alivio para los largos silencios. Si no padecemos el mal de la verborrea,
sino el gusto por la buena charla, somos capaces de animar cualquier reunión o
de sacarle punta a cualquier situación anodina, incluidos los ascensores (esos
lugares donde la meteorología alcanza rango filosófico). Desconfía de las
personas demasiado silenciosas, me digo a veces, porque por una que calla por
mera prudencia, hay mil que no tienen absolutamente nada que decir.
Me hallaba el otro día en una cena la mar de animada, en la que la mayoría de
los comensales eran tertulianos de programas de radio y televisión, y tal era el
guirigay (en el buen sentido de la palabra), que la señora de la casa –también
tertuliana ella- acabó diciendo que parecía que estuviéramos en antena
intentando arreglar el país. Aunque la nuestra era una charla muy constructiva,
en la que gracias al buen rollo y a las bondades del bendito alcohol (que en
dosis adecuadas es un invento genial), personas de ideologías muy distintas
pasaban una velada estupenda sin miedo acabar con un ojo a la virulé, cierto es
que a día de hoy en los debates que vemos en los medios de comunicación hay más
ruido que intercambio de impresiones.
Se diría que la total falta de diálogo preside el panorama actual, e incluyo
aquí el mismísimo Congreso de los Diputados, donde hace años que se vive una
acritud y una falta de voluntad constructiva que merecería un análisis en
profundidad. En lo que respecta a los medios de comunicación, está visto que
frente a la voluntad de eso, de diálogo, prima el encono, cosa que en nada
beneficia al oyente o espectador, quien pacientemente aguarda, en su casa, a que
la sana costumbre de la charla amable (que sobrevive aún en los bares y en los
bancos de las plazas) vuelva a ponerse de moda. Siendo como son los media
vehículos para la educación de la ciudadanía, cabría pensar que hoy a esta se la
entrena en la absoluta falta de cortesía, lo que dice muy poco de la calidad de
los media y menos aún de sus aspiraciones, que debieran ser exclusivamente
legítimas, y entre las cuales jamás debiera contarse el prurito aborregador.
Y es por ello, visto el naufragio en que deviene la batalla campal dialéctica
de que somos testigos a diestro y siniestro, que o volvemos a las costumbres del
ágora griega o animamos a bajar aún más el precio de los gintónics en el bar del
Congreso de los Diputados (en realidad de los diputados y las diputadas; el
sexismo en el lenguaje, ya saben), al tiempo que enviamos unos cuantos sacos de
boxeo a emisoras de radio y televisión para que sus contertulios descarguen la
ira antes de empezar a opinar. Y es que, al contrario de lo que abunda, en una
charla con personas que no piensan como tú, siempre debiera suceder aquello que
formulaba Gadamer: “ Lo que hace que algo sea una conversación no es el
hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro
algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo”.
Desde los diálogos platónicos (diálogos en los que Sócrates suele ser el
interlocutor), el afán verbal y comunicador de la Humanidad ha pasado por fases
bien distintas, incluidas unas cuantas guerras civiles. Dejando de lado por su
carga religiosa la filosofía del diálogo impulsada por el austríaco Ferdinand
Ebne y seguida por Martin Buber; y también soslayando la dialéctica de Hegel,
que abogaba por un pensamiento donde tenían cabida las contradicciones y que al
citado Gadamer le parecía “una fuente de constante irritación”; y sin entrar en
la dialéctica marxista, no tendría que ser mucho pedir que en una sociedad
democrática fuéramos todos capaces de poner en común pensamientos dispares con
espíritu constructivo, o lo que es lo mismo, con la voluntad de que la
dialéctica recuperara su sentido original, dado que procede del griego
dialectiké (arte de la conversación).
Arte de la conversación que no sólo debiera referirse a tratar al otro con la
debida consideración, ni a respetar escrupulosamente los turnos de palabra,
aunque ambas cosas no estén de más, sino a aceptar la disparidad de criterios
desde la tolerancia y no desde la crispación. Porque se diría que somos pocos
los que tenemos la costumbre de no ofendernos cuando nuestro contertulio o
contertulia piensa exactamente lo contrario de lo que nosotros pensamos, y
estamos encantados de que sea capaz de contarnos por qué piensa lo que piensa y,
caso de no justificar ningún crimen de lesa humanidad, podemos seguir sentados
tranquilamente a la misma mesa sin dar muestras de visible incomodidad. Ojalá
aquí y ahora fueran muchos los que creyeran en el valor del diálogo di per
se , como vehículo de entendimiento. ¡Con lo divertido que resulta bromear
con alguien que piensa exactamente lo contrario que tú!
A hora que se cumple el 75 aniversario de la muerte de Antonio Machado, no
está de más recordar unos versos suyos que dicen: “Para dialogar, preguntad
primero; después…, escuchad”. “¡Viajar! ¡Perder países! / ¡Ser otro
constantemente, / por el alma no tener raíces / y vivir viendo, solamente!”,
decía Pessoa. Dialogar, perder prejuicios…