miércoles, 6 de mayo de 2015

25. LAS HUMANIDADES COMO CHALECO ANTIBALAS

La cultura nos protege de tantas cosas que la lista sería interminable… ¿Y qué son las humanidades sino la base de la cultura? Desde que en la Italia del s.XIV el Humanismo situó al hombre como medida de todas las cosas, han llovido chuzos de punta, cierto, pero también un montón de obras literarias y artísticas que ofrecen interesantes reflexiones y aproximaciones a esta aventura individual y colectiva que es la vida. Ahora que el mundo avanza a velocidad de vértigo, nos encontramos sin embargo con que ese tan necesario abrevadero en el que buscamos consuelo, estímulo y saber está amenazado de derrumbe.

Sobre el futuro de las humanidades en el siglo XXI tuve oportunidad de hablar hace algunos días en el Ateneo Barcelonés con el latinista Joan Carbonell y el científico Ricard Solé en un debate organizado por l’Associació d’Amics de la UAB (Universidad Autónoma de Barcelona) y moderado por el periodista Lluís Reales que, a decir verdad, congregó a un montón de público. ¿Interesan pues las humanidades o estábamos allí todos los que nos pirramos por ellas y fuera de esas paredes no hay nada más que un seco erial? El profesor Carbonell recordó que en los planes de estudio las humanidades siguen permaneciendo casi incólumes, pero que falta aprender a comunicarlas tal como los nuevos tiempos merecen, es decir, con mayor proactividad y capacidad de seducción. Mientras el físico y biólogo Solé hizo hincapié en la tercera cultura, término acuñado por John Bockman en aras a matrimoniar de una vez por todas cultura científica y humanística, que ya tocaba. Y es que la ciencia, esa gran desconocida para los que bebemos casi exclusivamente de las letras, tiene mucho que decir más allá de sus muchos avances “prácticos”.

Se me hace difícil imaginar un mundo sin humanidades, del mismo modo que se me haría difícil imaginarlo sin árboles que nos proporcionen oxígeno o una grata sombra en la que cobijarnos los punzantes mediodías de verano. En realidad, no quiero ni por un momento imaginarme siquiera una espera de aeropuerto sin nada que leer, como tampoco quiero ciudades sin cines o teatros, conciertos o exposiciones en las que alimentar ojos y oídos. Y no tan sólo porque mi pequeña vida sería inmensamente aburrida, tirando a soporífera, sino porque la ausencia de las humanidades, o su arrumbamiento al rincón de los trastos viejos, llevaría inmediatamente a aniquilar el motor de la reflexión y la creación de masa crítica, de la que no vamos precisamente sobrados.

Martha Nussbaum subtitula “Por qué la democracia necesita las humanidades” su célebre Sin ánimo de lucro, al igual que Jordi Llovet subtitula “El eclipse de las humanidades” su Adiós a la universidad. Ambos son libros que trasladan la idea global de que un mundo sin discusión intelectual está condenado a la barbarie, de ahí que sea absolutamente necesario seguir cultivando disciplinas destinadas a alimentar una buena ciudadanía democrática. En su ensayo Nussbaum recuerda a Tagore, que en la India intentó contagiar la concepción de una educación con el arte como ingrediente principal, y quien afirmó que la historia ha llegado a un punto en que el hombre moral, completo, se ha visto sustituido por el hombre comercial, limitado, y que eso nos lleva al despeñadero. Como hace ya años que lo formuló en estos términos, a estas alturas debemos ya estar más que despeñados.

Que olvidemos a Sócrates es un peligro para la democracia, como también lo es no entender que hoy en día hay que explicar a Sócrates de modo distinto a como se hacía décadas atrás. Como decía Italo Calvino, un clásico es un libro que nunca acaba de decir lo que tiene que decir, pero hay que saber leerlo cada vez con las gafas del tiempo que nos ha tocado vivir. Así, si la educación humanista nos proporciona cosas tan imprescindibles como una visión global del mundo, de quiénes somos y de dónde venimos, amén de enseñarnos a expresarnos bien y a razonar bien, muy tontos seríamos si acabáramos con la gallina de los huevos del raciocinio, la única capaz de permitirnos convertir el mundo en un lugar más habitable.

Las humanidades como un instrumento transformador de valores, como chaleco antibalas ante las amenazas de la vida y como lenguaje universal, acaso el único capaz de traspasar fronteras y salvar diferencias. Así lo resumió Enrique Vila-Matas en el artículo “Leer para no envejecer” llevándolo a su terreno, el literario, que es también el mío: “En un suburbio llamado España, la mitad de la población no lee un solo libro al año. ¿Será porque la lectura es un instrumento de respeto hacia los otros? No me cansaré de repetirlo: leyendo a los demás, poco margen veo para estallidos bélicos y otras zarandajas y mucho margen en cambio para la capacidad de un hombre para respetar los derechos de otro hombre. Nada menos agresivo que una persona que baja la vista para leer un libro que tiene en sus manos. Habría que partir a la búsqueda de ese ‘recogimiento’ universal”.