jueves, 1 de mayo de 2014

15. GABO SÍ TIENE QUIEN LE ESCRIBA

Tras una larga convivencia con el Alzheimer y con el cáncer murió García Márquez, escritor universal y leidísimo, Premio Nobel de Literatura, y como era de esperar los medios de comunicación se aprestaron a dar la noticia y a glosar sus virtudes literarias como si se tratara del mismísimo Cervantes dos veces fenecido. ¡Pero qué caray! -me digo-, ¡el susodicho se merecía decirle adiós a bombo y platillo! En estos tiempos materialistas hasta la excrecencia, en mitad de este fragor de sables estúpidos, donde sólo el poderoso don dinero marca el ritmo, recordar a un escritor aunque sea para enterrarlo con mayor boato, no deja de ser anuncio de esperanza.

Es seguro que los lectores de a pie, poco avezados en el cultivo de la mirada crítica, ojearon ese día sus periódicos habituales sin apercibirse de nada extraño. Leyeron: “el legado inmortal de García Márquez”, “uno de los escritores más influyentes del siglo XX”, “el reportero de la magia”, “el autor de la más importante novela del boom latinoamericano”… Y lectores inocentes, con esos elogiosos tributos rondándoles la cabeza, se fueron a dormir. Quiero pensar que algunos de ellos incluso desempolvaron de sus estantes un libro del colombiano por el que antaño sintieron especial querencia y se dispusieron a releerlo a modo de homenaje. Pero ay, almas de cántaro, aunque ellos no lo supieran los diarios, salvo error u omisión, ocultaban algo que no pocos sí vieron y algunos, sobre todo algunas, no han dudado en comentarme desde la estupefacción.
Al parecer, a García Márquez sólo lo habían leído ellos. Desde que en 1955 el insigne colombiano publicara La hojarasca, sólo ellos habían tenido el placer de refocilarse negro sobre blanco en sus magistrales creaciones. Durante décadas, generaciones y generaciones de jóvenes muchachos, maduros varones de pelo en pecho y provectos caballeros se deleitaron en sus relatos y novelas de una punta y otra del planeta. Ellas jamás, nunca, bajo ningún pretexto. Las lectoras jóvenes, maduras y provectas, que a decir de las estadísticas hace ya largo tiempo constituyen la mayoría lectora, permanecieron inmunes al gabismo. Lo leyeron todo, sí, a Rulfo, a Onetti, a Mutis, a Fuentes, a Cortázar… e incluso a Vargas Llosa; a todos y a todas menos a García Márquez. No sabemos cómo, lectoras voraces, medias u ocasionales, todas ellas supieron sustraerse a su atracción mágica y resistieron incólumes los embates de su prosa arborescente.

Jamás ni una sola de ellas, por muy lectora que fuera, insisto, osó profanar las páginas de La mala hora, Cien años de soledad, Relato de un náufrago, El otoño del patriarca, Memoria de mis putas tristes… Ni siquiera se acercaron tímidas a sus Doce cuentos peregrinos. Ninguna de ellas, aunque en su conjunto sumen decenas de millones y millones en una lengua y otra, tiene pues ni la más remota idea de quiénes fueron Aureliano Buendía, la Mamá Grande, Santiago Nasar, Sierva María de Todos los Ángeles o Melquíades; ni tampoco les suenan para nada los nombres de Úrsula Iguarán, Nena Daconte o Fermina Daza. Geniales personajes estos, en gran parte femeninos, que jamás tuvieron el gusto de conocer. Y por supuesto ninguna de ellas ha oído hablar jamás de Macondo, que muchas suponen una marca de ropa o un restaurante de moda.
De ahí que a la hora de decirle adiós al inmenso Gabo desde las páginas culturales de los periódicos de un signo u otro, de un alcance u otro, permanecieran mudas: ¿qué tenían que decir ellas, lectoras avezadas, colegas escritoras, críticas literarias, profesoras de literatura hispanoamericana o especialistas en el boom latinoamericano si jamás ninguna de ellas hojeó un ejemplar, siquiera de bolsillo, de alguna de sus obras magistrales?

De ahí, en consecuencia, que estuviera más que justificado que en pleno siglo XXI, cuando ese aluvión de artículos apresurados (y por lo general dudosamente bien escritos) llegaron a imprenta, no hubiera casi ninguno firmado con nombre de mujer y, por el contrario, todos vinieran rubricados por un Juan (Cruz), un Félix (de Azúa), un Xavi (Ayén), un Winston (Manrique Sabogal), un Jordi (Gracia), un José Miguel (Oviedo), un Javier (Rodríguez Marcos), un Arturo (San Agustín), un Lorenzo (Silva), un Antonio (Lucas) y así hasta completar el santoral. Confieso que en un diario de alcance nacional se escapó uno firmado por Ángeles Mastretta, escritora y amiga del finado: un error, sin duda, de algún jefe de sección despistado que poco antes del cierro agotó los teléfonos de los colegas de universidad, gimnasio o mismamente bar de la esquina.