Con el espíritu nada mitómano que me
caracteriza, pero con una gran sentimiento de admiración, acudí el otro día a
la rueda de prensa que ofrecía en La Pedrera gaudiniana ni más ni menos que el
sociólogo Richard Sennett (El respeto,
La corrosión del carácter, El declive del hombre público…), de
quien sigo los pasos. Tuve pues la oportunidad de oírle departir acerca de su
última obra, Juntos. Rituales, placeres y
políticas de cooperación (Anagrama), segundo volumen de su trilogía Homo faber.
Coincidía que era el 8 de marzo, Día de la Mujer, y yo venía de un acto institucional celebrado en el Parlamento de Cataluña, de modo que no pude por menos que preguntarle al Sr. Sennett si en ese Juntos, título expresivo donde los haya, había tratado el eterno asunto de la falta de cooperación de hombres y mujeres. Como era de esperar, me respondió que no. Me dije: “Uno más a quien le importa bien poco lo que le sucede a la otra mitad de la población, aquella a la que no pertenece”.
Coincidía que era el 8 de marzo, Día de la Mujer, y yo venía de un acto institucional celebrado en el Parlamento de Cataluña, de modo que no pude por menos que preguntarle al Sr. Sennett si en ese Juntos, título expresivo donde los haya, había tratado el eterno asunto de la falta de cooperación de hombres y mujeres. Como era de esperar, me respondió que no. Me dije: “Uno más a quien le importa bien poco lo que le sucede a la otra mitad de la población, aquella a la que no pertenece”.
La ensayística actual se diría que es
un coto reservado a los varones, pues en un elevadísimo porcentaje es un género
literario que parecen cultivar sólo ellos (en España, por ejemplo, hay tan sólo
dos mujeres que han “merecido” el Premio Nacional de Ensayo, mientras lo han
recibido treinta y tantos hombres). Pese a ello, y aunque el afán divulgador ha
adelgazado sustancialmente enfoques y contenidos, lo ha convertido también en
un sector en auge y las traducciones son en él abundantes.
Esa efervescencia nos permite acceder
con facilidad a nombres extranjeros señeros como el citado Sennett, Enzensberger,
Todorov, Lipovetsky, Agamben, Sen, Nussbaum (esta sí mujer) y tantos otros. Sus
obras, al igual que la de los ensayistas locales, están repletas de reflexiones,
propuestas e incluso vaticinios donde la problemática específica de las mujeres
brilla por su ausencia. Por supuesto, en todos ellos se alude a “el hombre” o a
“el individuo” para referirse al ser humano, y se hace de un modo realmente
machacón. Resulta curioso que caballeros tan preparados y supuestamente tan
pensados, que no sólo leídos, no sean capaces ni siquiera de desdoblar los
sustantivos genéricos. Como me decía el otro día una amiga acerca de otro
prohombre que ha visitado también Barcelona en fechas recientes: “¿Acaso Bauman
no sabe que quien sufre más intensamente las consecuencia de la sociedad
líquida es la mujer? ¿Por qué entonces casi ni la menta?”.
Sorprende el desinterés de esos
próceres del pensamiento por el género femenino en un mundo que exuda por todos
los poros tan ostentosos desajustes de género. Si un extraterrestre aterrizara
en nuestro planeta, al estilo del Gurb de Mendoza, es evidente que advertiría
en un plis plas que algo huele a podrido en esta sociedad nuestra: señoritas en
ropa interior anunciando café soluble, páginas y páginas de prensa plagadas de
fotos con caballeros de traje y corbata, y lo que es peor, unos índices
altísimos de violencia de género que se ceban en mujeres jóvenes, maduras e
incluso ancianas. ¿Presuponemos menor
capacidad de observación a nuestros probos ensayistas contemporáneos que a un
marciano cualquiera?
Volviendo al libro de Sennett, diré que
disecciona, con el estilo hondo aunque renuente a los tics de la Academia que
le caracteriza, la naturaleza de la cooperación a lo largo y ancho de la
Historia, hasta llegar a la reciente eclosión de la gran ágora-gran bazar-gran
agencia de información-gran caos que es Internet. Una cuestión clave en la
evolución que nos ha llevado a vivir como vivimos y no colgados de lianas, pues
la colaboración es un ingrediente clave en el progreso de la humanidad, y sin
grandes dosis de cooperación no hubiera sido posibles los grandes pasos que
esta ha dado.
Por otra parte, todos sabemos que la
actual coyuntura es seriamente preocupante, pues se ciernen sobre nosotros
amenazas que creíamos ya olvidadas (pérdida de libertades, desaparición de
coberturas sociales básicas…). Y dado que las amenazas, sean del orden que
sean, tienden a replegar a los amenazados a lugares seguros, y por lo tanto
conocidos, es por ello que habiendo calado ya en los ciudadanos y en las
ciudadanas el temor a un empeoramiento de la crisis económica, el espíritu
conservador gana terreno, lo que se traducirá en más votos para la derecha. Nuestra
derecha actual puede parecer inofensiva, pues sus métodos son menos descarados
que los de las derechas de antaño, pero no lo es. De “la repugnancia que
producen los malintencionados disparates verbales de los meninos y meninas del
Gobierno, y su malévola gestión de nuestros asuntos” hablaba Maruja Torres en
un reciente artículo.
En unos momentos en los que la carta de
expulsión del sistema se cierne sobre tantas y tantos, un gobierno que no
atiende sin dilación a esa urgencia y marea la perdiz encastillándose en su
monolítica ideología, basada en la perpetuación de las desigualdades, resulta
tan peligroso como un pelotón de fusilamiento en plena contienda bélica. Es
evidente que dicho gobierno, siendo suaves, obedece a pies juntillas a la
viñeta de El Roto que reza: “Señores, facilitarle la vida a la gente es
populismo, lo ortodoxo es amargársela”.
Sólo la cooperación entre quienes
piensan que la política conservadora es hoy día un despropósito, puede
salvarnos de un desastre seguro, de un polvorín que no tardará en estallar;
olvidan las derechas que la velocidad en la transmisión de información
imposibilita ahora la ceguera en que los ciudadanos vivían antaño. Y ello a
pesar de lo que en la gestión empresarial recibe el nombre de “el efecto de
silo” y que Sennett define en Juntos como
“el aislamiento de los individuos y departamentos en unidades distintas,
personas y grupos con poco que compartir y que en realidad ocultan información
útil a los demás”.
Es de lamentar que la izquierda, que es
nuestra única tabla de salvación, no esté haciendo bien su trabajo, pues el
reloj corre en su contra y en la de todos y todas. Nada nuevo bajo el sol, esa
es la perenne enfermedad de la izquierda, su peor lacra: el espíritu de nula
cooperación entre quienes debieran ser aliados. Un asunto de enorme relevancia,
pues entorpece el curso natural del flujo político en las coyunturas más delicadas
(como la que ahora vivimos) y en las más decisivas (como la que ahora vivimos).
Está visto que así como la derecha avanza a buen ritmo hacia la culminación de
sus objetivos, por espurios que estos sean (que lo son), a la izquierda le
encanta perderse en los mil matices que la separan de sus afines, sin llegar a
ponerse jamás de acuerdo.
¿Pero cómo es posible que ante la
amenaza que supone el enrocamiento de la derecha, la izquierda no responda como
un solo hombre a sus bravuconadas, salidas de tono, ataques a la democracia,
faltas graves al sentido común y flagrantes insultos a la ciudadanía? La
respuesta es bien sencilla: la izquierda no responde como un solo hombre porque
no lo es, la izquierda es y ha sido siempre una mujer; y las mujeres jamás
respondemos como una sola mujer, pues somos demasiado distintas entre nosotras,
demasiado nada masa compacta para responder “como una sola mujer”.
Es el eterno problema del patriarcado:
mientras los hombres han sabido aunarse bajo un manto común, y funcionan como
un lobby cuyo engrasado engranaje jamás se oxida, las mujeres somos una suma de
yoes encantados de cultivar nuestros matices y diferencias. De ahí la falta de
sororidad, de ahí la falta de agenda colectiva y de ahí, sobre todo, el fracaso
del feminismo, incapaz de sumar en el bien común en lugar de restar en el bien
particular.
A la izquierda le pasa pues como al
feminismo, que se pierde en la heterogeneidad y se niega a la homogeneidad. De
ahí que, visto lo visto, al igual que el feminismo ha fracasado (a pesar de sus
muchos logros históricos), esté fracasando ahora estrepitosamente la izquierda
(a pesar de sus muchos logros históricos). La pregunta es: ¿Nos lo podemos
permitir? Y la respuesta es no. De modo que a la izquierda no le va a quedar
otra, le guste o no, que despertar de su largo sueño de falta de cooperación y
lanzarse al camino de las alianzas y la desinteresada colaboración. Y otro
tanto puede aplicarse al feminismo, que ya está tardando en espabilar.
Renovarse o morir; cooperar o fenecer.