En un programa cultural de
la televisión catalana (de esos que justifican
que no tiremos nuestros
relucientes y extraplanos aparatos de tv por la ventana), escucho con atención una
entrevista a una nueva autora, que ha aparecido rutilante en el panorama de las
letras sin que jamás antes se la hubiera oído nombrar. La acompaña su agente
literaria, Anna Soler-Pont. La autora en cuestión, para más señas donostiarra,
se llama Dolores Redondo y al parecer ha escrito la primera entrega de una
trilogía negra ambientada en el valle de Baztán, en las húmedas tierras
navarras, entre caseríos dispersos y verdes laderas. El libro se titula El guardián invisible. Al parecer esta
escritora hasta la fecha ignota tiene en su haber una primera novela de escasa
circulación y poco más. No es pues un gran currículum literario el suyo, sino
todo lo contrario: el perfil ideal para devenir en una autora de best sellers, me digo desde mi atalaya
de modesta crítica literaria ya bregada en algunas trincheras.
Dicha escritora cuenta con
una sonrisa cómo ha seguido sin rechistar todas y cada una de las
recomendaciones de su agente, y cómo se ha desplazado dócil por la geografía
allí por donde esta la guiaba (radios, teles, ruedas de prensa...). Dice
saberse lega en materia literaria y confiar plenamente en su agente, que a su
vez admite que acaso se trate de la clienta ideal. En la página web de la
agencia, se cuenta que su novela ha sido vendida a editoriales de prestigio
como Feltrinelli y Harper Collins y que será publicada próximamente en doce
lenguas. Si curioseo entre las portadas varias que ya se anuncian, y que
ostentan fotografías envueltas en un sugestivo halo de misterio, advierto que
se trata de la clase de libro que yo no compraría jamás, ni siquiera con una
pistola en la sien. Se nos dice también que los derechos cinematográficos han
sido vendidos ni más ni menos que al productor de la trilogía de Larsson, tan
celebrada y, para qué negarlo, tan rentable. Es evidente que autora y agente
están haciendo un excelente business (¡y
yo que me alegro!).
Como ya digo ese tipo de
literatura no es santo de mi devoción, y ni siquiera despierta en mí un mínimo
de curiosidad, lo admito, aunque me alegra pensar en esos miles de lectoras y
lectores aficionados a la cultura del best
seller que en fechas próximas dedicarán tardes y tardes a leer esa trama a
ciencia cierta trepidante (dichos lectores suelen ser lentos y los libros les
duran semanas o incluso meses). Dejarán pues de ocupar por un rato los centros
comerciales, o bien dejarán de contemplar cual borregos algunos programas de
tele basura de los que son fervientes seguidores; por no hablar de las series
que últimamente alcanzan picos de audiencia inusitados y que tienen como
principal objetivo invitar a vivir vidas ajenas y a olvidar la propia.
Aquí tendría que entonar un
mea culpa por no imaginar al lector y
a la lectora de best sellers como amantes
de las prendas de cachemira, aficionados a citar a Shakespeare y Flaubert en
sus lenguas originales, cultivados colecionistas de atardeceres sublimes y
pinacotecas penumbrosas, o devotos de los aforismos de Lichtenberg. Me consta
que el perfil del lector y la lectora de best
sellers es disparejo y variado, y que no me mueve más que la displicencia y
cierta altanería a imaginarlos como individuos en chándal, comedores compulsivos
de comida rápida y partidarios de las aglomeraciones y las modas vanales. Soy
una aspirante a lectora secreta y a escritora maldita (¡alabados sea Oscar
Wilde, Emily Dickinson y el mismísimo Alejandro Sawa!), y en mi condición me
veo impelida a despreciar al lector de best
sellers y a desconfiar de sus autores, aunque se forren, cosa que envidio y
mucho.
Pensar en una escritora
obediente, que acata sin rechistar los mandatos de su agente, me hace pensar en
todo lo contrario, en el escritor rebelde que se niega a firmar en el Corte
Inglés por una cuestión de estética y que jamás se sentaría junto a un
personaje mediático el día de Sant Jordi. Este último suelen tener la VISA caducada
por no haberla sacado de la cartera en mucho tiempo y su cuenta corriente emula
el rojo de las señales de Stop. Es
también un ser que gusta de despreciar a los nuevos ricos, llevar zapatos poco
lustrosos y las coderas de los jerseys más bien desgastadas.
Recientemente la veterana
escritora sueca Maj Sjöwall, quien recibió el Premio Pepe Carvalho en el
Festival Barcelona Negra, no dudó en afirmar que hoy los autores se interesan
sólo por el dinero. Me digo que es normal que lo hagan, cuando hace ya décadas
que lo único que interesa al grueso de la población es eso, el dinero; ¿y qué
son los escritores y las escritoras sino un puñado de mortales iguales al común
de los mortales, como la inmensa mayoría hambrientos de lujos estériles y
fondos de pensiones? Me digo también que, casi siempre, el interés de los
creadores literarios por el dinero parece inversamente proporcional al interés
de sus obras, de ahí que no pueda por menos que sospechar que la capacidad de
obediencia de un autor o autora y su contrario, es decir, su capacidad de
rebeldía y desobediencia, parezcan buenos indicadores del nivel literario de lo
que escriben o dejan de escribir.
Por suerte viene la gala de
los Premios Goya a levantarme el ánimo y, amén de contemplar con gran disgusto
que los integrantes del cine español son grandes masticadores de chicle
(¡Belcebú los castigue con dolorosísimas caries!), oigo por fin el cabreo y la
rebeldía, el eco de la libertad. Quizás en estos tiempos afónicos, en el campo
artístico las gentes del cine sean las únicas capaces de morder la mano que les
da de comer. Y esa noche, después de haber pasado tres horas en la grata
compañía de Eva Hache (como siempre fantástica), me voy a dormir tranquila
sabiendo que aún quedan un puñado de artistas capaces de ponerse el mundo por
montera si es necesario, aunque luego venga la derecha más rancia a intentar
sacarles los colores. ¡Santa inocencia! Amigos de Intereconomía, ¿acaso piensan
que los que tenemos dos dedos de frente hacemos algo más que reírnos de su
patética prepotencia?