Se reducen drásticamente las ayudas públicas, sube
el IVA y automáticamente baja la asistencia a cines, teatros, centros de arte y
a todos los templos de la cultura habidos y por haber, desde el más humilde
hasta el más vestido de oropel. 21 es la cifra de la discordia cultural en
estos nuevos tiempos. Es el porcentaje de IVA que pagamos por una entrada de
museo, una sesión de cine o la descarga de un libro electrónico. Y también es aproximadamente,
dato nada baladí, el porcentaje de españoles que en la actualidad vive por debajo
del umbral de la pobreza.
Recordemos que 21 gramos son asimismo los que
pierde el cuerpo al morir, es decir, lo que pesa el aliento de vida que se
escapa y que algunos han llamado “el alma”. El alma, ese factor intangible que
cohesiona una sociedad (esa fuerza moral y social, generadora de una conciencia
colectiva), tan necesaria en lo que Durkheim, padre de la sociología, llamó solidaridad
orgánica, la sociedad conflictiva de hoy en la que cada individuo es un órgano
y se ve obligado a entenderse con los demás desde la diferencia y no desde la
uniformidad, con lo que ello implica de riqueza pero también de dificultad.
Con la terrible caída del consumo cultural,
arrastrada por la del consumo en general y que afecta sin excepción a todos sus
ámbitos, descienden igualmente de un modo sustancial en las librerías las
ventas de ese magnífico invento popularizado por Gutenberg a mediados del siglo
XV, y que desde entonces nos ha acompañado en mesillas de noche, salas de estar
y, por qué no, cuartos de aseo. Las librerías ven así la espada de Damocles
pender sobre sus estantes y los libreros comienzan a hacer planes para
transformarlas en locales de tragaperras o tiendas de gominolas, que
seguramente gozarán bien pronto de ventajas fiscales destinadas a incentivar la
obesidad y la ludopatía, juntas o por separado.
La escuela pública se levanta contra los recortes y
contra “la ley Wert”. Profesores, padres y alumnos se encierran en centenares
de colegios e institutos día sí y día también reclamando unas prestaciones
dignas fruto de unos presupuestos dignos, mientras ven cómo se cierne sobre
ellos la amenaza de la LOMCE (Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad
Educativa), que no sólo descarta conservar la asignatura de Educación para la Ciudadanía,
como si no la necesitáramos con carácter de urgencia, sino que ya es tachada de
elitista y segregadora antes de ser aprobada.
Y es así como las aguas de la marea roja en defensa
de la cultura y las de la marea verde en defensa de la educación confluyen en
la defensa común de un hoy, un mañana y un pasado mañana que no acabe de un
plumazo con el trabajo de hormiga que en las últimas décadas se ha cobrado sus
mejores resultados y que empezaba a asimilarnos a otros países de nuestro
entorno inmediato.
Esa laboriosa construcción que nos ha llevado
centurias levantar y que pasa por la democratización del saber, por el acceso
de todos y todas a los bienes culturales y por la propagación de hábitos como
la lectura, se derrumba como si se tratara de un castillo edificado con
frágiles palillos. Cuando es el resultado del esfuerzo de generaciones y
generaciones de hombres y mujeres, que han defendido a diestro y siniestro las
ventajas del conocimiento y del cultivo de la sensibilidad artística.
Lamentablemente este retrato atroz no responde a
cifras abstractas que revierten tan sólo en las cuentas de resultados y que
tendrán efectos lesivos únicamente a largo plazo. Sino que hablamos de personas
con nombres y apellidos, con padres e hijos, sobre los que caen los devastadores
efectos del derrumbe. El sector cultural se debilita a pasos agigantados y sus
agentes (creadores, gestores, agitadores…) se ven abocados a la precariedad y a
la radical falta de recursos, engrosando la lista de los seis millones de
parados alcanzados a día de hoy y quedando algunos de ellos al borde de la
exclusión social. ¿Quién será capaz después de convertir en bibliotecas, salas
de cine, exposiciones y conciertos esa hoguera de cenizas humeantes?
Pero que nadie se lleva a engaño. No, no se trata
de un cambio de modelo (de lo analógico a lo digital, de la velocidad a la
aceleración…), con el que podríamos lidiar enarbolando armas nuevas destinadas
a adaptarnos a una transformación que deviniera en evolución. Nos hallamos ante
un proceso de involución, impulsado desde el poder más egoísta y del que este
aspira a salir reforzado. No hay en ello ni un ápice de sentido del bien común,
de responsabilidad común, de aspiración común.
La perversión es tal que al tiempo que se asiste a
la debacle se ensalza “el arte del toreo”, es decir el cruel sacrificio ritual
del toro, y se plantean deducciones fiscales para casinos y locales afines, reflejos
de un país enfermo, inminentemente catatónico. ¿Queremos ser ese país que se
nos anuncia y que se nos impone? ¿Queremos ser un país de lerdos vigilados por
un pantocrátor que desde lo alto nos mira pacer como borregos?
Es el comienzo de una nueva era, eso está claro. La
era de la ignorancia, la llamaremos, e inundaremos los balcones y las farolas
de pancartas y banderolas que recen: “Aquí yace lo que queda de nuestra
cultura, en el vuelo de las palomas y la brisa matutina”. Seremos Lorca sin “La
Barraca”, Falla sin “El amor brujo”, Gaudí sin “La Sagrada Familia”, Picasso
sin el “Guernica”, Pla sin “El quadern gris”, Chillida sin “El peine de los
vientos”… Seremos Nuria Espert sin teatro, Ana María Matute sin editor, Almodóvar
sin cámara de cine, Barceló sin pincel…
“La poesía es imprescindible, me gustaría saber
para qué”, se preguntaba Cocteau. Acaso jamás lo sabremos y su misterio
insondable nos acompañará siempre. Pero tenemos muy claro para que sirven la
educación y la cultura, lo tenemos meridianamente claro: sabemos a ciencia
cierta que no nos hacen “más” persona, nos hacen persona. Y queremos seguir
siéndolo.