Los europeos llevaron al Nuevo Mundo enfermedades allí desconocidas, como la viruela, y en el Nuevo Mundo descubrieron productos cuya existencia ignoraban como la patata, el tomate o el cacao, que se apresuraron a importar desde sus países de origen. A Internet llevamos nosotros nuestras extraviadas curiosidades, nuestra necesidad de estar informado y nuestras ansias de comunicación. E Internet, además de una inédita gimnasia para las yemas de los dedos y una buena paliza para las pupilas, nos devuelve ahora una nueva manera de comunicarnos, una nueva manera de informarnos y una nueva manera de saciar nuestra curiosidad.
Al igual que el uso de vehículos de
transporte debilita las pantorrillas y no ayuda precisamente a reforzar esa
parte tan preciada de la anatomía que son las posaderas, incorporar Internet a
nuestras vidas ha transformado nuestros hábitos, incluida nuestra capacidad de
concentración. Allí donde antes aguantábamos películas de tres horas sin
pestañear, ahora a los diez minutos ansiamos zapear, cerrar una pantalla para
abrir otra, cambiar de paisaje. Y del mismo modo, allí donde antes no
escuchábamos los mensajes del contestador automático hasta llegar a casa, sin
mostrar por ello la mínima traza de desasosiego, ahora nos lanzamos cada cinco
segundos a consultar el correo electrónico, aunque sea para comprobar cuál es
la última estúpida publicidad indeseada que ha aterrizado en la bandeja de spam.
Internet nos ha convertido claramente en
otros: somos más impacientes y, a consecuencia de ello, devoramos también la
información a una velocidad antes impensada. De leer artículos de fondo
mientras saboreábamos un café y un croissant, hemos pasado a saltar de un
titular a otro como si fuéramos una agencia de comunicación a cuyas terminales
llega cuanta noticia valga la pena vocear. Difícilmente retendremos apenas un
1% de todo ese aluvión informativo, ni nos servirá para nada saber el tiempo
que hace en Australia o conocer en directo las fluctuaciones de la Bolsa de
Japón. Y aunque tendremos la sensación de estar al día de todo, ese saber no se
traducirá en nuestra conversación más que en forma de nimias aproximaciones que
ni siquiera podremos denominar periodísticas, pues en muchas ocasiones se
reducirán a lo leído en el blog de una amiga (que jamás tuvo mucho que decir) o
en el Facebook de un cuñado (al que el paro deja demasiado tiempo libre,
lamentablemente para todos).
Con este panorama, ¿dónde está el espacio
para el prescriptor, la prescriptora, los prescriptores, que antaño servían para
orientarnos en la selva del saber? Esos seres que dedicaron sus esfuerzos a
formarse en especialidades como el arte, la literatura, el cine o cualquier
otro campo para poder guiarnos por frondosas arborescencias, donde tan fácil
resulta extraviarse, ¿qué papel juegan en este nuevo horizonte donde todos
opinan y donde parece que sirve toda opinión? Críticos literarios, como quien esto
escribe, acostumbrados a recomendar lecturas; críticos teatrales dedicados a diseccionar
puestas en escena; críticos de arte que nos ayudan a circular por las
exposiciones que nuestra ciudad nos brinda… ¿tienen sitio ahí donde cualquiera
puede arrogarse el papel de prescriptor como quien viste el día de carnaval una
bata blanca de doctor?
Teniendo como misión principal formar el
gusto y, como daño colateral influir sobre las elecciones del público, el
prescriptor desgrana las virtudes o los defectos de un producto, cultural o no,
buscando convertirlo en prescindible o imprescindible. Suerte de perro
lazarillo, nos orienta con su olfato por el mejor camino, tratando de alejarnos
de las pérdidas de tiempo, de las decepciones y de los flagrantes engaños.
Libros, películas, exposiciones, incluso
dietas calóricas, son en sus manos maleables objetos de deseo a los que saca su
mejor jugo. Ahí donde un profano se limita a leer la contraportada de una
novedad narrativa para decantarse o no por la compra, el prescriptor o la
prescriptora desbroza hábilmente el contenido de la misma, la sitúa en su
contexto, la pone en relación con las novelas que la precedieron y nos la
brinda envuelta en papel de celofán, lista para ser degustada. Su misión es
haber leído centenares de novelas para saber si esta vale la pena o mejor nos
gastamos el dinero en un clásico, que como el whisky de malta nunca engaña.
En plena explosión internáutica, en plena
democratización de la figura del prescriptor, donde cualquiera se arroga sin cualificación
alguna este papel, ¿tienen sentido aún los prescriptores profesionales? Diría
que sí, que son más necesarios que nunca y que allí donde la riqueza de voces
es sin duda un sano ejercicio de amateurismo y un excelente campo de
entrenamiento para el futuro experto, cada día que pasa urge más rehabilitar la
figura del prescriptor.