La cultura nos protege de tantas cosas que la
lista sería interminable… ¿Y qué son las humanidades sino la base de la
cultura? Desde que en la Italia del s.XIV el Humanismo situó al hombre como
medida de todas las cosas, han llovido chuzos de punta, cierto, pero también un
montón de obras literarias y artísticas que ofrecen interesantes reflexiones y aproximaciones
a esta aventura individual y colectiva que es la vida. Ahora que el mundo
avanza a velocidad de vértigo, nos encontramos sin embargo con que ese tan
necesario abrevadero en el que buscamos consuelo, estímulo y saber está
amenazado de derrumbe.
Sobre el futuro de las humanidades en el
siglo XXI tuve oportunidad de hablar hace algunos días en el Ateneo Barcelonés
con el latinista Joan Carbonell y el científico Ricard Solé en un debate
organizado por l’Associació d’Amics de la UAB (Universidad Autónoma de
Barcelona) y moderado por el periodista Lluís Reales que, a decir verdad,
congregó a un montón de público. ¿Interesan pues las humanidades o estábamos allí
todos los que nos pirramos por ellas y fuera de esas paredes no hay nada más
que un seco erial? El profesor Carbonell recordó que en los planes de estudio
las humanidades siguen permaneciendo casi incólumes, pero que falta aprender a
comunicarlas tal como los nuevos tiempos merecen, es decir, con mayor
proactividad y capacidad de seducción. Mientras el físico y biólogo Solé hizo
hincapié en la tercera cultura, término acuñado por John Bockman en aras a
matrimoniar de una vez por todas cultura científica y humanística, que ya
tocaba. Y es que la ciencia, esa gran desconocida para los que bebemos casi
exclusivamente de las letras, tiene mucho que decir más allá de sus muchos
avances “prácticos”.
Se me hace difícil imaginar un mundo sin humanidades,
del mismo modo que se me haría difícil imaginarlo sin árboles que nos
proporcionen oxígeno o una grata sombra en la que cobijarnos los punzantes mediodías
de verano. En realidad, no quiero ni por un momento imaginarme siquiera una
espera de aeropuerto sin nada que leer, como tampoco quiero ciudades sin cines
o teatros, conciertos o exposiciones en las que alimentar ojos y oídos. Y no
tan sólo porque mi pequeña vida sería inmensamente aburrida, tirando a
soporífera, sino porque la ausencia de las humanidades, o su arrumbamiento al
rincón de los trastos viejos, llevaría inmediatamente a aniquilar el motor de
la reflexión y la creación de masa crítica, de la que no vamos precisamente
sobrados.
Martha Nussbaum subtitula “Por qué la
democracia necesita las humanidades” su célebre Sin ánimo de lucro, al igual que Jordi Llovet subtitula “El eclipse
de las humanidades” su Adiós a la
universidad. Ambos son libros que trasladan la idea global de que un mundo
sin discusión intelectual está condenado a la barbarie, de ahí que sea
absolutamente necesario seguir cultivando disciplinas destinadas a alimentar
una buena ciudadanía democrática. En su ensayo Nussbaum recuerda a Tagore, que
en la India intentó contagiar la concepción de una educación con el arte como
ingrediente principal, y quien afirmó que la historia ha llegado a un punto en
que el hombre moral, completo, se ha visto sustituido por el hombre comercial,
limitado, y que eso nos lleva al despeñadero. Como hace ya años que lo formuló
en estos términos, a estas alturas debemos ya estar más que despeñados.
Que
olvidemos a Sócrates es un peligro para la democracia, como también lo es no
entender que hoy en día hay que explicar a Sócrates de modo distinto a como se
hacía décadas atrás. Como decía Italo Calvino, un clásico es un libro que nunca
acaba de decir lo que tiene que decir, pero hay que saber leerlo cada vez con
las gafas del tiempo que nos ha tocado vivir. Así, si la educación humanista
nos proporciona cosas tan imprescindibles como una visión global del mundo, de
quiénes somos y de dónde venimos, amén de enseñarnos a expresarnos bien y a razonar
bien, muy tontos seríamos si acabáramos con la gallina de los huevos del
raciocinio, la única capaz de permitirnos convertir el mundo en un lugar más
habitable.
Las
humanidades como un instrumento transformador de valores, como chaleco
antibalas ante las amenazas de la vida y como lenguaje universal, acaso el
único capaz de traspasar fronteras y salvar diferencias. Así lo resumió Enrique
Vila-Matas en el artículo “Leer para no envejecer” llevándolo a su terreno, el
literario, que es también el mío: “En un
suburbio llamado España, la mitad de la población no lee un solo libro al año.
¿Será porque la lectura es un instrumento de respeto hacia los otros? No me
cansaré de repetirlo: leyendo a los demás, poco margen veo para estallidos
bélicos y otras zarandajas y mucho margen en cambio para la capacidad de un
hombre para respetar los derechos de otro hombre. Nada menos agresivo que una
persona que baja la vista para leer un libro que tiene en sus manos. Habría que
partir a la búsqueda de ese ‘recogimiento’ universal”.