A propósito de dicho invento (que al parecer
nuestros niños y niñas visionan una media de cuatro horas al día), en una
reciente visita a España Umberto Eco afirmaba que en su país la televisión, por
muy berlusconizada que estuviera, había enseñado a los italianos de extracción
social más baja a comunicarse en una lengua estándar, cosa que consideraba un
gran avance. Ciertamente visto así lo es, aunque por tratarse de un semiótico
la suya me parece una apreciación algo simplista. Yo más bien diría que la
reciente televisión, aquí y allá, en España y en Italia (donde se me antoja incluso
peor que aquí), lo que está haciendo es adulterar el aprendizaje de las capas
de la población menos preparadas, que viene a ser como enseñar a un niño a
hablar una lengua brindándole tan sólo una larga lista de improperios e insultos:
hablará la lengua, cierto, e incluso con soltura, pero con la boca muy sucia.
Quienes somos alérgicos a la mala
educación, pero que aún así no tenemos la suerte de padecer severas sorderas (y
sí en cambio gustamos de pasearnos por las variadas veredas de la vida: léase
centros urbanos, barrios populares, metros y demás lugares de pública
concurrencia), últimamente vemos que la cosa va a peor. Los habitantes de nuestro
terruño nunca brillaron precisamente por sus exquisitos modales, pero ahora más
que nunca lo que se ve y se oye chirría de un modo alarmante, pues los garrulos
despliegan sus plumas con el orgullo de quien acaba de comprarse un Rólex
falso: se comunican a gritos a base de procacidades (Sánchez Ferlosio no escribiría
hoy El Jarama sino El Guarrama), se arrellanan en los
trenes y demás como si estuvieran en sus casas y no paran de incordiar allí
donde van. Son los hijos de “Gran Hermano” y de cosas peores. La otra noche, en
un restaurante, incluso hubo que llamar a los Mossos d’Esquadra porque un par
de tarugos insistía en tirar comida a las mesas vecinas al tiempo que
insultaban a quienes les recriminábamos su simiesco comportamiento.
A propósito de esta nueva tribu la
escritora Ángeles Caso, que siempre me ha parecido muy sensata, se hacía la
siguiente reflexión: "Quizá la diferencia es que antes no las veíamos
públicamente. Formaban parte de la multitud silenciosa. No aparecían en los
medios de comunicación o en las creaciones culturales, salvo para ser objeto de
burla. Y si se mostraban discretos en vez de deslenguados, a menudo era más por
sumisión que por educación: sumisión al señorito, al cura, al amo o a la
policía, ante quienes debían por fuerza fingir <buenos modales>. Lo único
diferente respecto al pasado es que ahora pueden exhibirse tal y como son, y
que muchos les aplauden por ello" (“La buena
educación”, La Vanguardia 2/02/2012).
Esos sumisos de antaño (que no lo eran
por gusto sino por obligación y que son quienes más debieran haber ganado con
los recientes avances históricos), han tenido hijos y nietos que podemos
considerar, aunque suene fatal, el fruto podrido del progreso. Son en cierta
medida el “hombre-masa” de Ortega y Gasset, consagrados a “la libre expansión
de sus deseos vitales”, que actúan como dueños del mundo e ignoran el valor de
los esfuerzos que los han llevado hasta una vida más digna que las que llevaban
sus mayores. Son pues los daños colaterales de un sistema democrático que no ha
sabido entender que, una vez asegurados el pan para todos y la libertad de
expresión, lo que había que evitar era dejar a la deriva a un porcentaje de
ciudadanos que por sus propios medios no eran capaces de construirse como seres
sociales civilizados (ya fuera por falta de costumbre familiar, por sus pocas
luces o por su ausencia absoluta de sensibilidad).
Y es por ello y para ello (porque todos
los ciudadanos tenemos derecho a crecer en el respeto al prójimo, a saber
comportarnos en sociedad y a no ir por la vida lanzando graznidos como
irracionales), que se impone una reforma educativa; no porque tengamos que
competir con Europa, no porque nuestros índices de fracaso escolar estén por debajo
de la media, no porque se imponga la absoluta necesidad de dominar el inglés.
Para ir por la vida hace falta saber sentarse educadamente en un tren, salir a
hablar por teléfono a las plataformas para no molestar a los demás, respetar el
espacio del vecino y preservar su tranquilidad. Sin eso, ni siquiera con acento
de Oxford se puede avanzar ni un milímetro, y mucho menos podrá convertirse uno
o una en un individuo preparado y solvente capaz de enfrentarse al futuro.
Así que, harta de topar a diestro y
siniestro con individuos vestidos con un mal gusto atroz, que utilizan
expresiones que ni en el trullo y a los que el mañana no depara más que un
traumático suspenso colectivo, quien esto escribe propone en lugar de la LOMCE (que
por suerte muchos ansiamos cercenar de raíz), un nuevo enfoque legislativo al
que podríamos bautizar como LOEGCI (Ley Orgánica para la erradicación del
garrulismo con carácter inmediato). En tiempos como estos, en que se proponen
iniciativas tan absurdas como la denominación de “lapao”, no creo que desentone
mucho.