Nuestros compatriotas
llevan siglos practicando el mismo deporte (cuanto menos desde El lazarillo de Tormes) y ahora resulta
que empezamos a hablar de él como si estuviera recién inventado o acabara de
llegar por bandeja diplomática procedente de algún país con licencia para robar.
Alguien tendría que analizar a fondo de una vez por todas esa vieja costumbre
de la desmemoria, que todo lo convierte en novedad e impide así hurgar en las
raíces y anticipar también, en consecuencia, los brotes verdes que están por
llegar. Aquí agenciarse lo ajeno ha sido siempre una práctica común, tan
extendida como los bocadillos de calamares en los aledaños de la madrileña
Plaza Mayor, las banderillas de encurtidos en los mostradores de los bares de
nuestra ancha y variada geografía o las turcas de garrafón, de tan letales
consecuencias para los lunes laborables y, en general, para el progreso
económico del país.
Puestos a no mirar
demasiado atrás (tampoco se trata de citar la nefasta conquista de América),
pongamos que desde los albores de la democracia se viene comentando, tanto en
voz alta como en voz baja, que la financiación de nuestros partidos políticos
no tiene un palmo de limpio, del mismo modo que de todos es sabido que el arte
de defraudar a la Hacienda pública es entre nosotros eso, todo un arte, y como
tal se aplaude con el mismo énfasis que los quiebros de un torero. Para colmo la
lista de las pequeñas y grandes corruptelas se aliña con una impudicia que da
vértigo. Así, a nuestras orondas alcaldesas no les da reparo lucir bolsos
carísimos mientras son recriminadas a gritos por parados de larga duración, ni
a ciertos politicastros salir a deambular por sus predios jaleados por aquellos
a quienes conceden prebendas, cual caciques de tres al cuarto, en lujosos
vehículos de no se sabe cuántos caballos, a ser posible de colores vistosos, no
fueran a pasar desapercibidos; hubo incluso uno que los coleccionaba, el
infeliz, sin ver en ello mayor culpa que la de ser un vulgar nouveau riche.
La trama Gürtel, que cual
mancha de aceite se extiende hasta no se sabe qué oscuros cajones; los trajes
que El Bigotes regalaba sin tregua al listillo de Camps, quien los aceptaba
gustoso; el tal Bárcenas, tesorero del PP, y sus millonarias cuentas en
paraísos fiscales; los sobresueldos en dinero negro que los altos cargos pillan
prestos sin ningún reparo; los alcaldes que se forran a base de adjudicar
contratas a empresas de familiares y amigos; las acusaciones de viajes furtivos
a Andorra con que se quiere manchar a un político catalán, hijo para más señas
de un notable, cuando esa práctica está tan extendida entre quienes tienen
cuatro duros como entre los taxistas escuchar la Cope... Variantes todas ellas
de un mismo no haber entendido que el país se construye hombro con hombro y no
sablazo a sablazo. Incluso el cambio mal dado por el tendero de la esquina provoca
en el españolito y la españolita un regusto de placer cuando se lo meten en el
bolsillo sin decir ni pío. ¡Adónde iremos a parar!
Todo demasiado similar, no
nos vamos a engañar, a aquella Marbellalandia que se montó Jesús Gil antes el
estupor de todos y con la connivencia de tantos, ladrón sin guante blanco y con
un gusto lo que se dice atroz (en especial para las camisas y la decoración de
interiores), cosa que nos permite afirmar que el choricismo, la corrupción y
sus muchas variantes son aquí fenómenos ya sistémicos, arraigados en lo más
hondo del ADN hispano. ¿Qué más decir sobre el noble arte de robar, cuando
quien no lo practica es mirado con desconfianza y tachado de tonto de remate o
de algo peor? Ahí va un pequeño repertorio.
Robar es bonito. Robar es ético. Robar está bien
visto…
No dejes para mañana lo que puedas robar hoy.
Al mal tiempo, buen botín.
Ande yo caliente, robe yo a la gente.
No se robó Zamora en una hora.
Quien mal roba, mal acaba.
El movimiento se demuestra robando.
La ocasión hace al ladrón y el ladrón hace la
ocasión.
Cree el ladrón que todos son de su condición… y no se
equivoca.
Y, por supuesto, quien robe el último robará mejor.
¡Arriba España!