Es seguro que los lectores de a pie, poco
avezados en el cultivo de la mirada crítica, ojearon ese día sus periódicos
habituales sin apercibirse de nada extraño. Leyeron: “el legado inmortal de
García Márquez”, “uno de los escritores más influyentes del siglo XX”, “el
reportero de la magia”, “el autor de la más importante novela del boom
latinoamericano”… Y lectores inocentes, con esos elogiosos tributos rondándoles
la cabeza, se fueron a dormir. Quiero pensar que algunos de ellos incluso
desempolvaron de sus estantes un libro del colombiano por el que antaño
sintieron especial querencia y se dispusieron a releerlo a modo de homenaje. Pero
ay, almas de cántaro, aunque ellos no lo supieran los diarios, salvo error u
omisión, ocultaban algo que no pocos sí vieron y algunos, sobre todo algunas, no
han dudado en comentarme desde la estupefacción.
Al parecer, a García Márquez sólo lo habían
leído ellos. Desde que en 1955 el insigne colombiano publicara La hojarasca, sólo ellos habían tenido
el placer de refocilarse negro sobre blanco en sus magistrales creaciones.
Durante décadas, generaciones y generaciones de jóvenes muchachos, maduros
varones de pelo en pecho y provectos caballeros se deleitaron en sus relatos y
novelas de una punta y otra del planeta. Ellas jamás, nunca, bajo ningún
pretexto. Las lectoras jóvenes, maduras y provectas, que a decir de las
estadísticas hace ya largo tiempo constituyen la mayoría lectora, permanecieron
inmunes al gabismo. Lo leyeron todo, sí, a Rulfo, a Onetti, a Mutis, a Fuentes,
a Cortázar… e incluso a Vargas Llosa; a todos y a todas menos a García Márquez.
No sabemos cómo, lectoras voraces, medias u ocasionales, todas ellas supieron
sustraerse a su atracción mágica y resistieron incólumes los embates de su
prosa arborescente.
Jamás ni una sola de ellas, por muy lectora
que fuera, insisto, osó profanar las páginas de La mala hora, Cien años de
soledad, Relato de un náufrago, El otoño del patriarca, Memoria de mis putas tristes… Ni
siquiera se acercaron tímidas a sus Doce
cuentos peregrinos. Ninguna de ellas, aunque en su conjunto sumen decenas
de millones y millones en una lengua y otra, tiene pues ni la más remota idea
de quiénes fueron Aureliano Buendía, la Mamá Grande, Santiago Nasar, Sierva
María de Todos los Ángeles o Melquíades; ni tampoco les suenan para nada los
nombres de Úrsula Iguarán, Nena Daconte o Fermina Daza. Geniales personajes
estos, en gran parte femeninos, que jamás tuvieron el gusto de conocer. Y por
supuesto ninguna de ellas ha oído hablar jamás de Macondo, que muchas suponen
una marca de ropa o un restaurante de moda.
De ahí que a la hora de decirle adiós al inmenso
Gabo desde las páginas culturales de los periódicos de un signo u otro, de un
alcance u otro, permanecieran mudas: ¿qué tenían que decir ellas, lectoras
avezadas, colegas escritoras, críticas literarias, profesoras de literatura
hispanoamericana o especialistas en el boom latinoamericano si jamás ninguna de
ellas hojeó un ejemplar, siquiera de bolsillo, de alguna de sus obras magistrales?
De ahí, en consecuencia, que estuviera más
que justificado que en pleno siglo XXI, cuando ese aluvión de artículos
apresurados (y por lo general dudosamente bien escritos) llegaron a imprenta,
no hubiera casi ninguno firmado con nombre de mujer y, por el contrario, todos
vinieran rubricados por un Juan (Cruz), un Félix (de Azúa), un Xavi (Ayén), un
Winston (Manrique Sabogal), un Jordi (Gracia), un José Miguel (Oviedo), un
Javier (Rodríguez Marcos), un Arturo (San Agustín), un Lorenzo (Silva), un Antonio
(Lucas) y así hasta completar el santoral. Confieso que en un diario de alcance
nacional se escapó uno firmado por Ángeles Mastretta, escritora y amiga del
finado: un error, sin duda, de algún jefe de sección despistado que poco antes
del cierro agotó los teléfonos de los colegas de universidad, gimnasio o
mismamente bar de la esquina.