sábado, 2 de noviembre de 2013

9. EL TRIUNFO DE LA MEDIOCRIDAD

Le podemos llamar adiós al talento en homenaje a Adiós a la Universidad, el sabio ensayo del asimismo sabio Jordi Llovet, que desprende siempre un aroma a azufre cultural; o bien el triunfo de la mediocridad, haciéndole un guiño a la película de Leni Riefenstahl El triunfo de la voluntad, que plasmaba el resurgir del nacionalismo alemán y el fortalecimiento de su ejército. En ambos casos será lo mismo: un grave problema que nos asola y al que no se presta la debida atención, si no es para mentar la llamada “fuga de talentos”, que como es evidente la crisis ha agudizado de un modo preocupante y no vamos por supuesto a soslayar.

Claro que en estos años de pensamiento confuso, que circula a años luz de los datos y suele estar dictado por la ciega obediencia política, la avidez de prebendas y/o la escasa capacidad cogitativa (en el sentido aristotélico del término), ¿quién iba a ocuparse de algo de tan ardua medición como el aumento de los índices de mediocridad? Estamos demasiado entretenidos midiendo las colas del paro, el descenso del poder adquisitivo y los eurípides que nos han robado nuestros gestores públicos.

Sí se alcanza a medir, en cambio, el IDH (Índice de Desarrollo Humano), hallándose Finlandia en uno de los puestos con mayor IDH, mientras España, en su costumbre de ir a la cola de tantas cosas (menos en la excelencia de sus paellas y en la bandera azul de algunas de sus playas), anda por el puesto ochenta y pico. Mencionar que el IDH es el resultado de la medición de tres factores: el nivel de vida digno, la capacidad de disfrutar de una vida larga y saludable y, cómo no, el acceso a la educación.

Veamos cómo se comporta Finlandia versus España en materia educativa, que viene a ser como enfrentar al recién traspasado Marcel Reich-Ranicki con Victoria Beckham en una batalla literario-dialéctica; ríase Bernard Shaw de aquella bella señora de pocas luces que imaginaba como sería el hijo de ambos (ella creía que guapo y listo, Shaw –poco agraciado- que todo lo contrario).

En estos tiempos en que la marea verde se agita con brío (y con muchas razones de peso) al ritmo del descontento por unos recortes, ya ejecutados, y por unos cambios, ya anunciados, que nos llevarán casi con certeza al fondo del barranco, parece oportuno recordar al que viene siendo uno de los sistemas educativos más valorados, el finlandés, en el que incluso los peores alumnos están a años luz de los peores alumnos de países como el nuestro. Por no hablar de su sana costumbre de educar igual al hijo de un gran empresario que al de un parado, cosa que lleva a corregir, que no limar, las desigualdades.

Esta Finlandia (ejemplar en casi todo menos en intensidad solar y censo de suicidios), que ostenta un lugar muy prominente en el informe PISA (Program for International Student Assessment o Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes), hace gala de una inversión pública máxima (donde son gratuitos hasta el transporte, las comidas y el material escolares), una excelente formación de maestros con elevados salarios, un contexto agradable y unas condiciones óptimas, pocos estudiantes por clase, la capacidad de despertar el compromiso en los alumnos y una evaluación motivadora.

Dicho esto, aunque suene extraño parece ser que en los 90 se dieron en Finlandia unos recortes en educación que resultaron gravemente lesivos, lo que dio lugar a lo que hoy allí llaman “la generación perdida”. Dejando de lado que aquí podríamos considerar que todas nuestras generaciones han sido “perdidas”, dado que los grados de analfabetismo antes de la Guerra Civil eran notables, muy cuestionable la escuela franquista y claramente deficitaria la democrática (a la vista de los resultados, de los que devienen cifras de visionado de televisión de cuatro horas diarias por ciudadano), vayamos al ahora.

Mientras en Finlandia se dedican a lo que se llama igualar por abajo, con tan excelentes resultados, aquí nos proponen mejoras en la educación de las élites (con un tufillo franquista que da miedito). Mientras se impone la reeducación de los miles de parados que abandonaron los estudios para subirse a un andamio y realizar tareas afines, aquí en el INAEM se dan cursillos de informática y cuatro chorraditas más, sin ninguna visión global: es decir, se da un pescado, o dos, pero no se enseña a pescar. Y mientras los países avanzan gracias, casi exclusivamente, a su inversión en I+D, aquí sembramos la miseria en organismos como el CSIC (cuya misma existencia amenazan los recortes), cerramos líneas de investigación, dejamos de dotar programas y nos echamos a dormir.

La lástima es que no se tenga en cuenta el contexto en que esto se produce: no en el seno de una sociedad fuerte, de individuos bien pertrechados en conocimientos y mecanismos de superación (capaces de salvar cualquier bache por profundo que este sea), sino en el de al menos dos generaciones (las que tienen, aproximadamente, unos 45 y unos 15 años) educadas en la mullida sociedad de consumo, a la sombra del desarrollismo más galopante y de la conquista proletaria del estado del bienestar; es decir, dos generaciones de perfectos animales biológicamente diseñados para ignorar la existencia de la cultura del esfuerzo y darse de bruces con el fracaso por culpa de haber sido educados para el triunfo.

Así las cosas, se auguran lustros de feo semblante y peor porvenir, donde aquellos que fueron educados para el consumo (y poco más) seguirán creyendo que fueron educados en el cultivo del talento –de los talentos-, mientras el espejo les devuelve una realidad que apesta a falta de preparación y a mediocridad por todos lados: jóvenes, y no tan jóvenes, con coches tuneados y tupé que apenas saben redactar un currículo o articular una presentación en público; y otros que, abrigados en títulos, jamás probaron el sabor de los trabajos precarios cuando les correspondía, o sea en la tierna juventud, y que ahora, ya a las puertas de las primeras canas, se enfangan en ellos a falta de otra cosa, volviendo al redil familiar y lo que haga falta.

De aquellos barros, estos lodos; cobramos pues la presa que cazamos en estas últimas décadas: la de haber educado no para la vida sino para el mercado, con la telebasura como elemento de cohesión social y cantera de predicadores, y el más zafio famoseo como modelo. Y es que mientras gira la noria no se ve quién en quién, pero ahora que el decrecimiento ha revelado unas bolsas de mediocridad que espantan, sí podemos ver con nitidez hasta la marca de cada jersey. Educados en la falta de ética y en la superficialidad, en nuestro país “de servicios” cada vez cuesta más encontrar camareros que sepan servir un café o conductores de autobuses públicos que no lleven la radio a tope o funcionarios que hagan bien su trabajo; que no será de encontrar relevo para nuestros mediocres políticos.

No dudo que haya jóvenes sobradamente preparados, y que sea una lástima que emigren por obligación y no por gusto, pero eso no es peor mordisco para el país que seguir adocenados en el elogio de las princesa de barrio, la incultura del último Iphone o el creciente, y aplaudido, neomachismo (que incluso entre adolescentes fomenta el maltrato). Porque esto que se ha hecho aquí, ministro Wert, no ha sido igualar por abajo sino igualar por lo más bajo.

Años de mediocridad que nos traerán más años de mediocridad, con la salvedad de que en pleno crecimiento aún tiene oportunidad de asomar el talento individual, pero donde se apaga la luz es difícil que brille ni la más fulgurante lentejuela.